viernes, 26 de mayo de 2017

¡Y PÓNTE LA PELUCA YA! 

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(Esta entrada fue previamente publicada en El viento de mis velas el 29/04/2015)


Repíte conmigo: "Lady Gaga es una copiona, Lady Gaga es una copiona..." ¿O no queda claro en la imagen de arriba? Así es como las damas de la segunda mitad del siglo XVIII aparecían en una francachela de postín. En una entrada anterior te conté que cosían a los forros de sus faldas bolsitas con trocitos de carne contra las pulgas, así que el vestido de chuletas de la Gaga tampoco fue muy original.

Mucho se ha debatido sobre si esos armatostes capilares eran reales o producto de la mala baba de los caricaturistas dieciochescos. 

 La fotografía que abre esta entrada es de la colección de trajes de época del Instituto de la Moda de Kioto. 

Ya sabemos cuánto se pirraban los galanes rococó por las pelucas. Ellos, y no sus mujeres, fueron los pioneros de los postizos. En realidad, las damas del Siglo de las Luces no empezaron a empelucarse sin freno hasta la segunda mitad del siglo. Pero, como en el caso de los varones, sus hiperbólicos tocados cumplían una función propagandística: eran una declaración de poder. 

Ten en cuenta que el XVIII es un siglo eurocéntrico: Europa mantiene y aumenta su presencia colonial en todo el globo. Aunque dos guerras del siglo XX sean las mundiales por antonomasia, las potencias europeas del XVIII ya luchaban en casa y a domicilio: en las dos Américas, en África y en Asia, implicando, como enemigos o aliados, a los naturales de cada zona. 


A los mercados del Viejo Continente llegaban los productos más exóticos y los beneficios de las colonias; la Ilustración creó, en nombre de la Razón, un nuevo dios: el Hombre, y los filósofos le ofrecieron, más que respuestas, coartadas; la burguesía estaba a punto de dar el zarpazo al Antiguo Régimen, no para cambiar el mundo, sino para cambiar su dueño. Así que la moda desenmascaraba la soberbia de los aristócratas y la vanidad de los nuevos ricos. Cuanto más aparato en el vestir, cuanto más brillo y relumbrón, más evidencia de riqueza y poder. También es verdad, como dejó escrito el diarista inglés Samuel Pepys, que las pelucas evitaban "la gran molestia de conservar el pelo limpio a diario". Eran otro tiempos y no había H&S Frecuencia, claro.

 
"Ya, ya, el ensayito que me acabas de soltar está muy bien, pero, hasta entonces, ¿qué llevaban las mujeres en la cabeza?", me apremiarás. "Pues su pelo -te respondo yo-, ¿qué iban a llevar?". 

Pero los cabellos naturales de las féminas tampoco escapaban a los dictados de la moda. Te pongo un solo ejemplo, el de la duquesa de Fontange (1661-1681), amante de Luis XIV. En una jornada de caza con el rey, a la montaraz dama se le enredó el pelo en unas ramas, como a Absalón, el hijo rebelde de David que lucía una melena lustrosa y que murió al quedar colgado de un árbol por los pelos, lo que permitió que un general de su padre lo alanceara a placer.

 Pues una vez que la duquesa, con mejor fortuna que Absalón, salió del trance, se hizo un copete en lo alto de la cabeza; al rey le encantó y, claro, el resto de damas versallescas empezaron a peinarse a la fontange, a despecho de las anteriores amantes reales, la Montespan y la Maintenon, que la pusieron a la pobre -es un decir, tenía una renta mensual de cien mil coronas- de chupa de dómine

Saltamos casi cien años y nos plantamos en 1770: las francesas se han puesto la peluca y el resto va detrás de ellas: "Culo veo, culo quiero"¡Y se desata la fiebre! La condesa de Matignon llega a pagarle a su peluquero, musiú Baulard, veinticuatro mil libras al año por un diseño capilar diario. 

Es el mismo Baulard que inventó una peluca de resorte para que las damas pudieran atravesar los dinteles sin quedar descocadas. Los ancianos se llevaban las manos a la cabeza, escandalizados por la falta de sentido común de las jóvenes; por eso la llamaropeluca de la abuela; lo cuenta Francisco Barado en su obra Historia del peinado

Mientras que los caballeros, mozos y ancianos, teñían sus pelucas de blanco -la uniformidad creaba la ilusión de que los viejos no lo eran tanto-, ellas las pintaban de rosa, lavanda o añil. Y montaban auténticos dioramas en y por todo lo alto, con pájaros, bosquecillos, arroyos, corderos y pastorcillas; o les daban la forma y la altura, por ejemplo, de las birretinas de piel de oso de los zapadores y granaderos.

 Excuso incluir la relación de nombres que se inventaron para bautizar los miles de postizos creados. Pero te cuento un ejemplo que explica muy bien la fotografía que abre este post. 

En enero de 1778, la Belle Poule, una fragata francesa, levó anclas del puerto de El Havre llevando como pasajero a Benjamin Franklin, embajador plenipotenciario de los colonos rebeldes norteamericanos en París. Dos buques británicos, Hector y Courageus, le dan el alto y exigen subir a bordo. El capitán francés, vizconde Bernard de Marigny, les responde: "Soy la Belle Poule, fragata del rey de Francia; vengo de la mar y voy a la mar y déjenme decirles, mi buenos señores, que en los barcos de Su Majestad no se permiten visitas". Y, con las mismas, viró y regresó a puerto sin lucha. 

Los ingleses no sabían que a bordo iba "un traidor", por eso les bastó con ejercer el bloqueo. Meses después, la misma fragata vence a la Arethusa británica, en otro episodio más de la longeva enemistad entre ambos países, agravada en ese momento por el apoyo de Versalles a la independencia norteamericana. Las damas parisinas, ni cortas ni perezosas, lo celebraron con un nuevo peinado, coronado por un barco sobre olas de rizos: le coiffure a la belle poule.


 
Voy a ir rematando; ni el espacio me da para todo lo que habría que contar sobre las pelucas del XVIII, ni te voy a cargar con otro mamotreto sobre ellas. Pero tengo que mencionar a María Antonieta. Y a su peluquero, naturellement, Léonard-Alexis Autié, alias musiú Leonard, cómplice de la reina y de su modista y sombrerera, Marie-Jeanne Rose Bertin, también conocida como Ministra de la Moda

Entre Leonard y Bertin inventaron los pouffs, las torres de pelo de la reina, realzadas con cojines, envueltas en metros de cinta, deslumbrantes de perlas y joyas y convertidas, casi, en grupos escultóricos de varios pies de alto. Cuentan que, el 17 de febrero de 1776, María Antonieta, invitada al baile de la duquesa de Orleáns, se retrasó porque no podía entrar en su carruaje: el peinado era tan extravagante que no había manera de atravesar la portezuela. Pues bien, su peluquero tuvo que desarmarlo y volver a montarlo de camino al sarao. Y te aseguro que aquellas carrozas no llevaban la suspensión de un Dyane 6.

 
La reina iba de capricho en capricho mientras las calles ya olían a revolución; hasta que el hedor de la pobreza, encarnado en los sans culotte que la encerraron en la Torre del Temple, la devolvieron a la realidad. Por entonces, la reina depuesta solo tenía una amiga fiel, María Luisa de Saboya, princesa de Lamballe, exiliada en Inglaterra. Ambas se carteaban con frecuencia hasta que, engañada por una falsa misiva de María Antonieta, Lamballe viajo a París y fue presa. Dicen que cuando la cuchilla segó su cuello, las cartas de su regia amiga cayeron de su peluca.

 
Los revolucionarios maquillaron y peinaron la cabeza de la princesa, la clavaron en una pica y fueron a mostrársela a la reina en su celda. Años después, testigos del suceso afirmaron que María Antonieta se desplomó: la reina, que siempre mostró entereza de carácter, nunca antes había desfallecido. Aquel día, el tiempo de las pelucas -como el del Antiguo Régimen- fue a parar a la cesta del verdugo.

¡Y PÓNTE LA PELUCA YA! 

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(Esta entrada se publicó previamente en El viento de mis velas el 22/04/2015)


Si hay en Las amistades peligrosas una escena arrasadora, es aquella en la que la marquesa de Merteuil, interpretada por Glenn Close, se desmaquilla en la más terrible de las soledades. Tan grande es el vacío que la envuelve, que ni siquiera la asisten sus criadas, algo impensable en la época. Está sola y en ropa interior, casi un sudario, pero más desnuda de lo que jamás se ha encontrado ni se encontrará en su vida. Ya no es nadie, a pesar de que, por primera vez, contemplamos a la persona tras el disfraz.

La desnudez en el siglo XVIII no era la de las alcobas, sino la de la toilette y el guardarropa. Les escandalizaba más salir a la calle sin la aprobación del artificioso tribunal de la aceptación pública que las pieles desnudas de una bacanal. Como hoy. No nos asusta -ni les asustaba- encontrarnos desnudos ante el mundo, como en esa pesadilla universal y recurrente, sino vestidos y demodé.

Es decir, lo netamente escandaloso es -era- aparecer en público sin los complementos certificados por la buena sociedad, por muy artificiosos y ridículos que parezcan. Y eso afecta y afectaba al vestuario. Por cierto, de esto no hay que echarle toda la culpa al Siglo de las Luces, pues el barroco nació, a conciencia, como un arte del pantalleo y el postureo, lujosa herramienta de propaganda de la Contrarreforma contra la severidad del protestantismo.

 

En el rococó no habría hecho falta un hipotético Cuarteto de Cuerda Mondragón tocando aquello de "¡Ponté peluuuuuuca! ¡Y ponte la peluca ya!" (cántese con voz de castrati; o, si hay huevos, de contratenor). Ellos se la ponían por defecto: "Érase gente a una peluca pegada, eran pelucones superlativos", habría dicho el malaje de Quevedo de no haberse muerto antes. 

Y no exagero un ápice: "Fue tal la tiranía de la moda que las infelices mujeres se hacían peinar por la tarde para ir al baile o sarao del día siguiente y pasaban la noche en un sillón para conservar intacto el magnífico edificio de su peinado". Así lo cuenta Francisco Barado en su obra Historia del peinado, publicada en 1880.


 
Este artículo sobre las pelucas viene de una promesa que hice cuando desnudé a una pareja rococó en otra entrada. Me comprometí entonces a escribir sobre los postizos femeninos, sin darme cuenta de que fueron los varones barrocos los que desataron la fiebre por ellos. Así que hagamos las cosas bien, y no como siempre.


 La Historia está llena de pelucas, desde Nefertiti a Nerón y lo que te rondaré, morena. Pero a nosotros nos interesa Luis XIII (1601-1643), rey de Francia. El pobre hombre se quedó calvo a los veintipocos años, así que mandó que le tejieran una trama de cabellos para ocultar su alopecia. Pronto descubrió el segundo Bourbon -el mío sin hielo, por favor- que la peluca era más cómoda de llevar que una corona, y que no le restaba distinción ni prestancia; más bien al contrario. Y ya sabes lo que pasa: "Si el rey juega, todos tahúres; si el rey bebe, todos borrachos". Así que su hijo, el Delfín Luis, educado en esa costumbre real extendida a los nobles y a los nuevos ricos de la incipiente burguesía, vapuleada por Molière, pudo elevar sus pelucas a la consideración de aureola: no en vano fue el Rey Sol.

 Luis XIV tuvo cuarenta peluqueros (a la vez), no solo peinadores, sino también diseñadores de monumentos capilares. No se quitaba la peluca ni delante de su ayuda de cámara. Y eso que el peso del armazón capilar provocaba hemicráneas, vértigos, picor y comezón, zumbidos, y apoplejías, o ictus.

Ningún petimetre en sus cabales salía de casa sin llevar, o sin que le llevaran sus criados, un juego de varillas de oro, plata o marfil para rascarse el cuero cabelludo sin quitarse el pelucón. Lo mismo que los palillos chinos o una aguja de calcetar para una escayola.

Carlos II de Inglaterra (1630-1685), exiliado en Francia durante la dictadura de Cromwell, importó la moda de las pelucas cuando la monarquía fue reinstaurada en Inglaterra, allá por 1660. "¿Y en España qué?", te preguntarás. Pues mira, aparte de corona pilosa, preservativo contra piojos, chinches y pulgas y caritativa caperuza contra los estragos del sifilítico mal francés (ellos lo llamaban mal español), la peluca también fue pabellón de guerra. 

Los Austrias españoles, que ya eran por entonces austrias menores, estaban a la greña con Francia e Inglaterra por un quítame allá esas colonias o esos Países Bajos. Por eso en España no triunfó el muy barroco invento francés de los pelucones, pues hubiera sido lo mismo que plantar una flor de lis en lo más alto del Alcázar Real de Madrid.

Nuestros trastatarabuelos no se calaron el postizo gabacho hasta la Guerra de Sucesión. Cuando Felipe V, nuestro primer Bourbon -¡otra ronda, sivuplé!- llegó al trono del Imperio Hispánico, se trajo consigo, junto con sus granaderos y dragones, un regimiento de coiffeurs. Obsérvese la diferencia estilística entre el rey nuevo, a la izquierda, y nuestro hechizado Carlos II, el último de su dinastía, que luce la melena partida en crenchaa la nazarena.

  

Ya conté que Felipe V sufría trastorno bipolar y satiriasis. Con semejante cuadro y el estrés de la Guerra de Sucesión, no debe extrañarnos que se le cayera el pelo. En 1701, su ayuda de cámara, el conde de Benavente, escribía a París demandando pelucas para su señor: "El pelo ha de ser de caballero o de señorita y, sin que haya engaño en esto, de personas de confianza, para que no sean objeto de sortilegios".

No tardaron en aparecer por Madrid, capital del reino, cohortes de lechuguinos como el que recoge Arkelio Rapsodia en un ensayo de 1806 sobre las pelucas y otros complementos: "Se nos aparece en la Puerta del Sol o en el Prado, un señor con un almohadón de pelo, en forma de pirámide o rueda de molino con cinco o seis cañutos colgando de las orejas, y un disforme y larguísimo rabo negro, despidiendo una nube de polvo por todos los lados".

Durante el XVIII, las melenazas postizas de los varones se fueron acortando hasta recogerse en una bolsa de seda o en una coleta anudada que colgaban sobre la espalda. Se peinaban sobre las orejas en forma de alas de pichón o, como decía Arkelio, en uno o más cañutos. Si comparas las imágenes de Fernando VI (1713-1759) y de quien le sucedió en el trono, su hermanastro Carlos III (1716-1788), verás el cambio entre las dos mitades del siglo.


  

Te imaginarás que aquel capricho, moda, estandarte, necesidad higiénica o como quieras catalogarlo se convirtió pronto en un negocio. Negocio pingüe, claro, pues la calidad, complicación y número de pelucas daban marchamo de clase. Mesié Binette, el peluquero favorito de Luis XIV, poseía carruajes y lacayos con librea y llevaba un fastuoso tren de vida. Se hizo tan famoso que binette se convirtió en sinónimo de peluca. 


Los postizos rescataron a los gremios de barberos europeos, pues desde 1745 se les prohibió ejercer como dentistas y cirujanos menores. El bando se publicó primero en Inglaterra y luego se extendió por el continente. Así que a los raspabarbas no les quedó otra que reconvertirse en arquitectos capilares. Los que no daban palmas con las orejas fueron los sombrereros, pues no había manera de calarse un tres picos sobre aquellos torreones. Se salvaron porque los señores tomaron la costumbre de llevar el sombrero candilón bajo el brazo, sin cubrirse.

La demanda de pelo natural para las pelucas de calidad fue tal que los fabricantes pagaban la onza (28 gramos) a lo que hoy es un euro. Y ya te imaginarás los kilos que harían falta para tejer aquellas melenazas rizadas. Las mozas cortaban sus trenzas y se las entregaban a los mayoristas a cambio de delantales, sayas o cofias, nunca por dinero. Había pelucas de estraperlo, claro, fabricadas en talleres clandestinos que evitaban los impuestos reales y que usaban pelo de cabra o caballo. William Pitt, primer ministro inglés, quiso gravar, incluso, el empolvado, que debían recaudar los barberos. Afán inútil, porque la gente empezó a empolvárselas en casa con harina o cal, en vez de usar polvos de arroz.

Los buhoneros vendían pelucas de segunda mano y, cuando llegó la Revolución Francesa, se traficaba con las que caían en los cestos de la guillotina. Entenderás que, por entonces, los aristócratas mandaran sus pelucas, que eran una confesión de actividades contrarrevolucionarias, a hacer gárgaras; más cara les era la vida que un postizo. Muestra de la frivolidad del siglo es que se puso de moda entre las mujeres de clase alta rasurarse el pelo de la nuca, como una especie de fanfarrón desprecio hacia los verdugos. Lo llamo fanfarrón porque esa moda nació, claro, al día siguiente de haber terminado El Terror, en la primavera de 1794. Tal peinado se llamó a lo sacrificio y con él iban a bailar como locas a los llamados Bailes de las víctimas, en los que no podían entrar más que quienes certificaran que algún pariente había muerto en el cadalso...


Ya preveía yo que esto de las pelucas iba a dar para peinar y repeinar, así que lo voy a dejar aquí con la promesa renovada de seguir en el próximo post. De momento, voy a brindar a la salud de los Bourbon, invendores de esda moda... ¡Que nossssirvan la esbuela, que invido yo!... ¡Hip!

DESNUDARSE NO ERA UN ARTE... 

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(Esta entrada fue previamente publicada 
en El viento de mis velas el 07/04/2015)


... era una faena y una lata, como ya demostré -a medias- en otra entrada: hace una semana dejé a un galán neoclásico desnudo como hueso de aceituna y tieso como atacador de artillero. Y no porque estuviera muerto, rebosaba vitalidad. E impaciencia, pues la dama con la que compartía el lecho aún no se había quitado ni un alfiler. Así que voy a solucionarlo antes de que el hombre se coma las uñas hasta los codos.


 Ella se habría empezado a poner cómoda por los pies; la mujer se podía descalzar con más facilidad. En el XVIII, los tacones femeninos habían perdido altura, muy lejos ya de los chapines del XVI y de los andamios de punta cuadrada del XVII. Sobre los zapatos, que serán de chúpame la punta, lleva las medias de seda, que se ciñen con una liga por encima de la rodilla... No quitárselas es una opción de lo más sugerente. Pero, por favor, no nos despistemos, ¡al grano, que es pa'hoy!

Las damas, como los varones, se vestían según la moda de París:  si el traje de ellos era un habit a la française, el vestido de ellas eran una robe a la française. Y si el traje masculino parecía el colmo de la complicación, el vestido femenino era un tratado de arquitectura rococó. Cuanto antes subamos por el cuerpo del edificio desde los cimientos, más lo agradecerá nuestro romeo.



 Sobre las medias, la dama debe llevar unas enaguas casi hasta los tobillos. Y sobre las enaguas, falda y sobrefalda, brocadas y lujosas, adornadas con hilos de oro y estampados chinescos o esfumados a la Pompadour. Pero una cosa es el escaparate y otra la trastienda. Si eres una persona impresionable, no leas lo que queda de este párrafo. ¿Sabes qué ocultaban aquellas señoras y señoritas emperifolladas en los dobladillos de las faldas, o en bolsas cosidas y disimuladas en el forro?... Prepárate: trozos de carne fresca que les ponía su doncella. No era un piscolabis por si no le gustaba el menú del sarao; era por las pulgas y demás parentela parásita. Así pretendían evitar que les picasen: ofreciéndoles un cebo. ¡Ñam!


 
Si la dama es española, habrá llegado a la fiesta con un cobertor llamado basquiña, una prenda recatada de colores oscuros que se ponía por encima de la falda y la sobrefalda. Con ella evitaban llamar la atención por la calle. A finales de siglo hubo un escándalo en Madrid por culpa de unas basquiñas teñidas de colores vivos. Un viernes santo, en la tradicional Visita de Monumentos, unas petimetras fueron de iglesia en iglesia con basquiñas rojas y verde manzana.


 El paisanaje no se tomó a bien la provocación y las persiguió para hacerles pasar un viacrucis. En consecuencia, se dictó una orden que prohibía las basquiñas vistosas.

Un respiro, por favor, que aún tenemos tarea. El atuendo femenino era como una cebolla, lleno de capas. Si el amante de la dama fuese un ancestro de Hannibal Lecter, ya la habría cortado en juliana para acabar antes.


De tomar la falda y la basquiña como la fachada y las enaguas y las medias como las estancias privadas, el tontillo se quedaría a mitad de camino, como una especie de pieza social. Era un faldellín lateral hecho de listones de ballenas, que se abría de caderas afuera; venía del guardainfantes, que rodeaba aparatosamente la cintura de la mujer en el siglo XVII, como se aprecia en Las meninas. Aún no habían aparecido los miriñaques, una prenda decimonónica. Por cierto, tontillo no es una apreciación más o menos cariñosa sobre la inteligencia de nadie: viene de tonelete, que es la forma que daba este andamio a la mitad inferior de las damas. Subamos ahora a la planta de arriba...



 Ya tenemos descalza a la dama, pero con las medias sujetas con una liga roja. Al quitarle la falda, se le adivina la camisa bajo la casaca, corpiño o jubón. Un momento, que me mojo la cara y los pulsos. Ya, mucho mejor... La casaca se cierra gracias al petillo, una pieza triangular o trapezoidal sujeta con imperdibles. Más tarde se sustituyó por dos piezas que se abotonaban: los cómplices, del francés compères. Pero para este golpe no hacen falta secuaces, así que fuera les compéres, fuera la casaca y fuera... ¡Ñññiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Alto! Con la cotilla hemos topado...


 


 


Esa prenda interior no recibe su nombre por ser chismosa (aunque podría contar muchas cosas): es un diminutivo de cota, la túnica de malla militar. Se confeccionaban con ballenas, seda y raso. En el siglo XVIII se usaban para estilizar el talle y levantar el pecho. ¡Pues a volar la cotilla!, y con ella la camisa, que se mudaba una vez a la semana. Y es que la ropa interior de la época sustituía al baño: aquellos ilustrados se consideraban limpios cuando se mudaban. Y la abundancia de perfumes hacía las veces del agua y el jabón. No los llames guarros, sería injusto; si no se lavaban, era, justamente, por salud: estaban convencidos de que, al sumergirse en la bañera, los poros se abrirían y por ellos entraría todo tipo de miasmas.

No sé si se me olvida algo. Podría mirar mis revistas de moda de la época, las mismas que recibían las fashion victims de nuestro siglo ilustrado: Journal du Goût (1768), Cabinet des Modes (1785) y Galerie des Modes et de Costume Français (1778).

 Pero no será necesario, la montaña de ropa que hay en el suelo indica que no falta nada. "¡Sí, hombre, la peluca!", me contradirás. Pues no, ha sido a conciencia: el mundo de las pelucas femeninas es tan amplio, variado y extravagante, que merece una entrada aparte. Ahora dejemos a los amantes disfrutar, ¡por fin!, de su desnudez y despidámonos a la francesa, que, lejos de ser una muestra de mala educación, era por entonces el culmen de la cortesía. Yo he terminado, tú, si quieres, puedes mirar por el ojo de la cerradura...  



 

DESNUDARSE NO ERA UN ARTE...

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(Esta entrada fue publicada en El viento de mis velas el 01/04/2015)


...era un ingeniería, pero de Caminos, Canales y Puertos. Hablo del siglo XVIII, naturalmente. Hace poco desentrañé en un par de artículos el idioma secreto de los abanicos y el lenguaje esotérico de los lunares postizos de aquella época, imprescindibles en el galanteo. 


Pues ahora imaginemos que nos han invitado a una soirée (un sarao, vaya) en un palacio dieciochesco y que, gracias a tales argucias, hemos caído y hemos hecho caer en las redes venéreas (de Venus, claro). Después de una ristra bien escogida de abaneos galantes y de una selección de hipnóticos pestañeos, corremos en pos de una alcoba vacía.


"Escupir en Francia"


Puerta cerrada, pestillo echado y, ¡hala!, a la faena. Y menuda faena, por cierto. Porque, si fueras el galán, habrías salido de casa con un habit à la française, un terno compuesto de casaca (justacorp), chupa (veste) y calzón (culotte). Eso indicaría tu gusto por ir a la última, o que una vez "escupiste en Francia", que es como se daba a entender en la época que habías viajado a París.


 Lo primero que volaría sería la casaca, que tiene origen castrense y etimología oriental: viene del pahlavi kazagand, una prenda de caza y lucha en la antigua Persia. Después te faltarían dedos para quitarte la chupa, con más botones que el ascensor del Empire State. No es la misma chupa de cuero que Letizia de Borbón saca de los Reales Vestidores para ir a un concierto de Vetusta Morla; ni la que se echa encima El Jobo, un camello de mi barrio fan de Los Suaves.

Esta chupa es muy antigua, ya se la metían por la cabeza los musulmanes y se llamaba gubbah. Con el tiempo la adoptaron los maestros cristianos, generalmente clérigos (dómines), y quedó como un guardapolvo que acababa lleno de lamparones. ¿Conoces la expresión ¡Chúpame dómine!? Pues olvídala; lo correcto es como chupa de dómine, que indica que te han puesto como una ídem: a caldoa caer de un burro. 
La chupa terminó siendo un chaleco militar, quizá para conservar el blanco de las camisas sin tener que lavarlas en campaña.



 Del terno a la francesa quedarían los calzones, abotonados en la cintura y sujetos con jarreteras con hebillas (o con más botones) por debajo de las corvas. En caso de extrema urgencia, mejor abrir la portañuela, que servía, como la portañola en los navíos de línea, para asomar el cañón.

¿Entiendes ahora por qué las turbas revolucionarias francesas se llamaron sans-culotte (sin calzón)? Porque mostraban con orgullo que ellos no vestían los mismos calzones que los aristócratas que arrastraban a la guillotina, sino pantalones rayados de paño basto.


Cabos por desatar


Llegados a este punto de calentón, quitarte la camisa interior sería opcional. Sobre los calzoncillos -de holanda sin son finos y de Coruña, tal cual, si son bastos-, no hay duda: ¡fuera! Si te sobrasen los maravedíes, llevarías una camisola sobre la camisa.


 Yo me la quitaría, porque la chorrera de volantes (o guirindola) que te adorna el cuello se os podría meter en la boca a cualquiera de los dos; y ya no te hablo del enredo de las puñetas y del pañizuelo que escondes en la manga, manchado de estornudos de tabaco en polvo. Nada, que la camisola también se va.

"¡Ya no nos queda !", estarás pensando. ¡Ay, alma de cántaro! Aún nos quedan los cabos, es decir, el resto del atuendo: corbata, medias, zapatos, peluca y sombrero. Si usaras corbata, o serías vintage o estarías absolutamente out, pues tal prenda se llevó mucho, pero a principios de siglo, cuando Europa era rococó. El nombre viene del francés cravate, "propio de Croacia". Y todo porque los mercenarios croatas de las guerras europeas del XVII llevaban un largo pañuelo al cuello que se puso de moda en París, que era donde todo se ponía de moda. Las medias ya las tendrías por los tobillos y los zapatos no te los quitarías porque se cierran con hebillas de plata. Dicen que en La Gaceta de Madrid aparecían anuncios diarios prometiendo gratificaciones por hebillas perdidas.



 Si fueras tan fan de las pelucas rococó como de las corbatas, la tuya sería larga y rizada, caída sobre la espalda. Pero, más avanzado el siglo, se fueron recogiendo en bucles sobre las orejas y en una trenza o coleta en la nuca. De ese modo, a las casacas se les pudo añadir un cuello, porque hasta entonces lo llevaban a la caja. En todo caso, las pelucas siempre ocultaban una redecilla nada aparente. Y oye, es que era quitártela y empezar a rascarte como un macaco de Gibraltar, que ya eran macacos ingleses. 

El picor se debía, más que nada, a que recuperabas  el riego y la ventilación del cuero cabelludo. No, no vayas a creer que los piojos tenían algo que ver, descuida: esos iban en la peluca, junto con el polvo de arroz para blanquearla y el Agua Admirable de Colonia para que no apestase.

Por el sombrero no hay que preocuparse, pues se lo entregaste al mayordomo, o a algún criado, en la puerta. Aunque, tal y como está el servicio, no te extrañe que lo hayan extraviado entre la ingente cantidad de tricornios de los invitados. Aún falta más de un siglo para que un compositor español, Manuel de Falla, le dedique un ballet a esa prenda: El sombrero de tres picos, el mismo que ha sido bautizado como candilón, por parecerse a un candil de aceite.



 Petimetres

Si tú, ¡oh, tú!, galán de mis entretelas, Petronio ilustrado, fueses, a mayores, uno de esos jovenzuelos enamorados de la moda juvenil, o petimetre, tendrías cuidado de que, al desembarazarte de la chupa, no sufrieran daño los dos relojes de cadena que has de llevar en las faltriqueras; o la tabaquera de plata y marfil; o el mondadientes de metal noble; y los innumerables dijes que te colgarán de calabrotes dorados, amén de esclavas y solitarios.

¡Vaya!, se nos acaba el espacio y la dama aún está vestida. Pues nada, semental, tendrás que contenerte hasta la semana que viene, si es que puedes. ¡Eh!, ¿Qué haces con el espadín de gala! ¿Qué te crees, que soy una aceituna? ¡Anda, déjalo, no te vayas a pinchar, botarate!

EL SALVAJE OESTE... ESPAÑOL


 


(Entrada publicada en El viento de mis velas el 25/11/2014)



Me estoy creciendo. Dije dos entradas atrás que lo que buscan los nacionalistas catalanes es que Barcelona sea la capital de España, y van el PP y el PSOE y coquetean con la idea de trasladar instituciones del Estado a Cataluña. Proponen que el Senado; yo digo que también el Consejo de Ministros, las diputaciones, TVE con Mariló Montero incluida y todos los canales autonómicos. ¡Ah!, y podemos extraditar a los creadores de la telebasura, todos catalanes: la Trinca, Javier Sardá, Jorge Javier Vázquez, Mercedes Milá, Javier Cárdenas... así, cuando se independicen, se quedarán con la morralla y los demás empezaremos de cero.

Días después hablé de la falta que hace, para el caletre y la cartera, que haya más ficción histórica en España, aprovechando mismamente nuestra Historia; pues va Scorsese y anuncia un proyecto sobre Hernán Cortés con Benicio del Toro de cómplice. Estoy por ir a comprar lotería...

 ¿Por qué no hemos producido en España historias con los conquistadores? Ya propuse un par de explicaciones en una entrada anterior : presupuestos mezquinos, vanidad hidalga y, claro , ausencia de espíritu comercial. Y en el caso de los personajes históricos que tuvieron que ver con Iberoamérica, sentimiento de culpa e ignorancia. Como nos sentimos culpables, echamos un velo sobre aquellos capítulos y corremos a disculparnos.

Lo del sentimiento de culpa me parece trivial y ajeno: un arma usada por nacionalismos distintos del español, si es que hay algo con este nombre -nacionalismo español- más allá de un caricaturesco torrentismo de barra, del ¡Lololo! en los campos de fútbol y del fascismo de toda la vida. Quien me diga que la derecha y el centro izquierda españoles son nacionalistas son más miopes que yo, que lo soy magno; los corsarios que saquean su propia nación no son patriotas, son traidores, bonito término que habría que recuperar para adjetivar a tanto corrupto. Y digo que la culpa es innecesaria porque los hombres de este tiempo somos consecuencia, pero no deudores, de lo que nuestros antepasados hicieran.

Me siento tan culpable del fin del imperio azteca como de la caída de la dinastía Ming. Pedir que los españoles de hoy nos disculpemos ante los indígenas de Iberoamérica me parece tan frívolo como que el ayuntamiento de Lérida exija al gobierno italiano que lo indemnice porque Escipión matase a Indíbil y crucificase a Mandonio. ¿Te imaginas que, con la que está cayendo en Siria, algún lunático demandara excusas del gobierno de Damasco, corte de los primeros califas, por Guadalete y los siglos de la España musulmana? Ni siquiera me interesa que el Papa de Roma pida perdón por los desmanes de los cruzados o las torturas de la Inquisición. Persecución de los pederastas con alzacuello y su entrega a las autoridades civiles, amén del pago de los impuestos que a la Iglesia le corresponden y promesa eterna de no meter sus santos hocicos en los asuntos del mundo y prometo ir de rodillas hasta... Bueno, ya no tengo edad para ir de rodillas a ningún sitio, pero ahí se ganaría la Iglesia Católica mi respeto. No antes.

El caso es que por no molestar a tal o cual minoría en un sistema político que prima a las mayorías, me huelo que nos estamos volviendo intelectualmente pusilánimes. Está bien pensar lo que se va a decir y practicar la tolerancia (que no implica simpatía, sino respeto), pero la prudencia no exige que gastemos más papelillo de fumar en cogérnosla con dos deditos que en canutos. La consecuencia de esa debilidad de espíritu se traduce en miedo a meterse en líos. ¡Ay, benditos líos! ¿Qué sería la vida sin ellos?

 
Dicho esto, voy a comenzar una serie de artículos sobre los verdaderos pioneros occidentales del Oeste americano, que no fueron Lewis y Clark, David Crockett o Daniel Boone, sino Cabeza de Vaca, Oñate, Ulloa o Anza, entre muchos. No llevaban winchesters ni colts ni viajaron en carromatos conestoga; portaban morrión, espada, arcabuz y viejos escudos copiados de los jinetes nazaríes. Montaban caballos que, huidos de escaramuzas y saqueos, poblaron en libertad las llanuras para que pieles rojas y cowboys se apropiaran no solo de las manadas, sino del símbolo del centauro americano, que no inventaron.

 Uno de los tópicos sobre nuestro pasado afirma que el siglo XVIII fue de pura decadencia. Cierto que las posesiones europeas de los Austrias españoles se las repartieron otras potencias tras la Guerra de Sucesión. También es verdad que la mayor extensión imperial se dio tras la anexión de Portugal por Felipe II, pero durante la vida de Yago Valtrueno, el protagonista de El viento de mis velas, España tuvo presencia en América desde Alaska hasta las Malvinas. ¿Sorprendente? Pues hay más...

Durante el primer siglo de los Borbones españoles, en las llanuras, en los desiertos y en los bosques de Norteamérica lucharon granaderos de uniformes blancos y birretinas de piel de oso; artilleros de casacas azules y sombreros de tres picos; voluntarios irlandeses verdirrojos; fusileros pardos y morenos, hijos y nietos de africanos; y, para más pintorequismo, destacamentos de dragones de cuera con lanza y adarga y exploradores de infantería ligera catalana, que se las tuvieron con bandas apaches y avanzadillas rusas. ¡Qué cantidad de historias! Y de complejos para ponerlas en papel o en píxeles.

miércoles, 20 de abril de 2016

NO LLEVES JERSEY 

DONDE USES PANAMÁ


 



Salvo que seas Sean Connery, claro, que solo suda whisky de malta de treinta años y se lo bebe sin hielo. Los demás, los pobres mortales, si nos ponemos un jersey en Panamá, lo mínimo que podemos esperar es una urticaria.

La verdad es que así le ponían las bolas a Felipe II... No, no digo Isabel de la Pérfida Albión, ni los calvinistas holandeses, ni el piratón de Drake, ni los corsarios berberiscos, que se las hinchaban cada dos por tres. Hablo de las bolas fáciles que le dejaban al Austria sus cortesanos en la mesa de trucos, bisabuela del moderno billar. A mí, que no soy rey más que en casa de mamá, la actualidad me lo ha puesto en bandeja para contarte otra historia de las pequeñas cosas de la Historia. Porque hoy pienso hablarte de dos prendas antípodas y, sin embargo, tan cercanas entre sí: el panamá tropical y el jersey boreal.

 
¡Qué tiempos aquellos en los que, con suficiencia y desdén, repartíamos marchamos de "república bananera" a diestro y siniestro! Y qué anacrónico se nos ha quedado aquel desprecio. ¿"Monarquía bananera" será más de nuestra talla? Voy a pensarlo... 

Y mientras lo pienso, déjame contarte que el panamá es un sombrero originario de... ¿de dónde va a ser? ¡De Panamá!... ¡Eeeeeeerror! El jipijapa, uno de sus nombres originales, es un tocado típico de Ecuador que se fabrica con las hojas de la palmera toquilla (Carludovica palmata). De ahí, sombrero de paja-toquilla, aunque también es conocido por montecristi, el cantón ecuatoriano donde se fabrican loss finos de tales complementos.


 Vaya, ¿y de dónde sale la metonimia? Esa también me la sé: viene del Canal de Panamá, que empezó a cavar Ferdinand de Lesseps en 1881; Lesseps es el mismo que abrió el de Suez. Para proteger del sol inclemente a los obreros del colosal tajo, fueron importados miles de jipijapas. Lesseps tuvo que abandonar la obra, pero su segundo, Philippe-Jean Bunau-Varilla, ofreció el proyecto a los Estados Unidos, que aceptaron a cambio de la independencia de Panamá, territorio colombiano por entonces. El 3 de noviembre de 1903, Panamá cambió su dependencia de Bogotá por la de Washington. Once años después, el 15 de agosto de 1914, se inauguró el canal interoceánico y Theodoro Roosevelt, cubierto con un jipijapa, hizo un tremendo favor a los fabricantes ecuatorianos de toquillas dejándose fotografiar con su metonimia indumentaria.


 
No hay un solo tipo de panamá, sino dos: el clásico, llamado "de copa óptima", y el snap brim, de copa plana. El primero tiene una cresta central que facilita su enrollado. La prueba de la calidad de un jipijapa es, justamente, que se pueda enrollar a tal punto que pase por una alianza matrimonial. O eso dice la leyenda.


 

 
Así pues, el panamá desmiente a Jesucristo, pues uno de los sombreros más característicos del poder, sobre todo del colonial, casi atraviesa el ojo de una aguja en su versión más cara y sus dueños entran y salen a su antojo en el Paraíso... fiscal.


 
Despeguemos del edén tropical de Panamá y aterricemos en otro menos soleado. Las islas de Guernsey y Jersey, ubicadas en la costa normanda, no son inglesas ni francesas, sino dependencias de la Corona británica; su forma política es la de un bailiazgo, territorio gobernado por un baile o delegado real. Ambas ínsulas regalaron sus nombres a la cota de lana que usamos en invierno. 

En el siglo XVI, sus habitantes obtuvieron licencia para importar lana merina inglesa con la que tejieron reputadas prendas de punto. Reputadas entre las gentes del común, claro, pues los nobles no las tocarían ni con la punta de la espada: era ropa de pescadores, marineros, campesinos y "demás chusma". Para proteger a sus maridos e hijos del frío del océano, las mujeres de las islas del Canal hilaban la lana con estambre y creaban así una malla impermeable y duradera. El mismo Lord Nelson confió en los guernseys para uniformar a su marinería y, así, el jersey se benefició de la fama de los éxitos navales de la Gran Bretaña. El catálogo de símbolos de un jersey clásico tiene mucho que ver con el mar:

-el canalé de los puños es la escala del barco,
-las costuras encadenadas del cuello son cabos,
-las cenefas de punto derecho-derecho en los hombros son las olas del mar.


 Hoy es posible ver a la familia real británica con sus guernseys de lana, verdaderos estandartes de las dinastías y las naciones, como bien hemos comprobado estos días al observar como los caudales que deberían estar en las arcas de todos se acogen a las banderas de conveniencia, a los pabellones corsarios de Panamá y Jersey. 

Y hasta aquí esta -istoria sobre dos prendas que, cada una en su lugar, sirven para proteger lo que no se quiere mostrar a la luz del sol ni orear a los aires limpios del océano. Dos metonimias de los oscuros manejos del Poder.

miércoles, 13 de abril de 2016

LOS ENEMIGOS DE EL ZORRO


 



Alonso Quijano, "un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor"... No, no estoy haciendo publicidad de mi última novela, En un maldito lugar de la Manchaaunque podría. Al fin y al cabo, y con permiso de Blogger y G+, es mi blog. Pero, en realidad, la cita viene a cuento de una de las palabras que aparecen en la universal apertura del Quijote: "adarga".

¿Qué era una adarga? En un libro publicado hará un par de años, Las 101 cagadas del español, encontré la 102 en una hojeada que le dí en una librería. La autora decía que la adarga era "una lanza". No sé si lo habrán corregido después; conste que yo se lo transmití a la editorial -la de las enciclopedias- en su cuenta de Facebook. Guerra avisada no mata soldado, por lo menos en la segunda edición...

La adarga era un arma, pero no ofensiva, sino defensiva: hablamos de un escudo de cuero de forma bilobular u ovalada que no hay que confundir con la rodela, que es lenticular. La versión bilobulada era andalusí y ya se usaba en la Edad Media. Y se la llevaron los conquistadores a América y llegó, incluso, a la Edad Contemporánea, es decir, después de la Revolución Francesa.

  
Con la explosión de las armas de fuego, los escudos fueron desapareciendo de los campos de batalla europeos, pero no de los americanos. Si las adargas de las tropas de Cortés y Pizarro fueron suficientes contra las armas de piedra, bronce, madera y hueso de incas y aztecas, también cumplieron de sobra contra los pieles rojas del sur de los Estados Unidos. Y a eso venía yo...

Hace tres siglos, mientras los franceses levantaban guillotinas en París, los españoles aún levantaban misiones en Nuevo México. Y aquello no fue empresa menuda. El virreinato de Nueva España administraba -peor que mejor, dado su colosal tamaño- un territorio que abarcaba, en la segunda mitad del XVIII, casi una veintena de los actuales estados norteamericanos, desde Washington, en el extremo N.O. (el estado, no la ciudad capital), hasta Florida. En 1790, Nueva España tenía una superficie de siete millones de kilómetros cuadrados, repartidos entre Norte y Centroamérica y las posesiones españolas en Asia y Oceanía.


 
Todo lo que ves en rojo formaba parte del virreinato de Nueva España, desde Puerto Rico hasta las Filipinas. Una de las zonas administrativas del virreinato eran las llamadas Provincias Internas, de cuya guarda se encargaban los dragones de cuera. La distinguirás mejor en un detalle del mapa.


También observarás un punto rojo en el ángulo noroccidental, en Vancouver, hoy territorio de Canadá. Ese lugar es la isla de Nutka, donde se estableció el más norteño de los enclaves españoles en el Pacífico: Santa Cruz de Nuca. Lo protegía un fuerte guarnecido por la Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña, resultante de la fusión de esta fuerza colonial con sus paisanos de los Fusileros de Montaña. Aparte de controlar el intenso tráfico de pieles y de balleneros en la zona, estos soldados vigilaban a las avanzadillas rusas que entraban desde Alaska. Si alguna vez pensaste que los únicos enemigos de España en el XVIII eran los británicos y sus aliados de ocasión, empieza a añadir a esa lista a cheyennes, comanches, apaches y demás familia piel roja y, en el extremo norte, a los hijos de la Madre Rusia. Pues bien, la mayor parte de aquellos territorios americanos, los más soleados, los defendían soldados con escopeta y adarga. Su nombre: dragones de cuera.


 
¿Por qué dragón? Un dragón era, en origen y grosso modo, un infante a caballo que cumplía patrullas, vigilancias, merodeo y exploración y que también asaltaba, emboscaba, hostigaba y castigaba. 

En el caso que nos ocupa, se trataba de una policía militar de frontera; si prefieres, carabineros, pues esa es el arma de un infante a caballo: la carabina. Sin ir más lejos, los míticos regimientos de las guerras indias estadounidenses -como el Séptimo- peleaban como dragones. No les quedaba otra; luchaban igual que sus enemigos: a salto de mata, a caballo, a pie y sobre sus barrigas, arrastrándose para una emboscada o en un acecho. 

¿Y por qué de cuera? La cuera era un tabardo, por tanto sin mangas, de varias capas de pellejo recio. Fungía como una armadura que al principio cubría los muslos; en versiones posteriores se convirtió en un coleto, como es el caso del dragón que abre este artículo.


 
¿Y dónde se cuela aquí la adarga? Pues en la panoplia de estos dragones españoles de los desiertos y las llanuras del Lejano Oeste. Además de carabina, portaban pistolas, espada ancha, lanza y la defensa que reforzó su pintoresquismo: la adarga, tanto bilobular como ovalada, suficiente para frenar los tomahawks y las flechas de los pieles rojas. Algunos de estos soldados coloniales emplearon también el arco y las flechas propios de sus enemigos.

 En la ilustración de David Rickman disfrutarás de la extravagante -pero eficaz- combinación de una pistola del XVIII y un escudo del XIV, empuñados por un cuera del fin de la Edad Moderna.

Llegados aquí, resulta que el sargento García, el orondo y torpe adversario de El Zorro, caricatura de aquellas tropas que lucharon contra cheyennes, pawnies y apaches, entre otras tribus y naciones indias, no era otra cosa que un dragón de cuera. 

El autor de la novela sobre el héroe zorruno, el estadounidense Johnston McCulley, y los guionistas de las versiones para TV y cine crearon un universo de españoles malvados, como el pérfido y castizo comandante Monasterio, nacido en Madrid, y de hidalgos criollos dados a luz en América, como Diego de la Vega, gente bien nacida y no como los castellanos.


 Pues bien, a despecho de esa imagen opresora, la mayoría, por no decir el total, de aquellos soldados que defendieron la frontera norte del Imperio español en América no eran peninsulares, sino criollos blancos, hijos de esclavos negros, mestizos e indios. Si te paras a pensarlo, una hueste heterogénea que recuerda a las tropas que hoy quieren imponer la Pax Americana por el mundo adelante: rednecks, afroamericanos e hispanos. Gente de sangre fronteriza para defender las fronteras imperiales.

En los tórridos desiertos y llanos sureños de los Estados Unidos, los dragones de cuera soportaban el calor, el polvo y las emboscadas de las bandas indias embutidos en sus gruesos tabardos de piel y en las chupas -azules con vivos encarnados- de paño basto. Su acuartelamiento -su lugar a la sombra- eran los presidios, no entendidos como cárceles, sino como fortificaciones avanzadas que formaban una extensa red defensiva. De ahí que los dragones sean también conocidos como caballería presidial.

El origen de esta cadena de castros estuvo en la revuelta de los indios pueblo de 1680, una de las más violentas registradas en la América colonial española. Un buen ejemplo de este tipo de edificio castrense es el fuerte de Tubac, el primer asentamiento europeo en Arizona, muy cerca de Tucson.



 
Dichos fuertes se levantaban, generalmente, junto a una misión o un enclave civil, a los que protegían de las algaras indias. Pero la misión cotidiana de las fuerzas destinadas en ellos era la de patrullar amplias zonas de Texas, Nuevo México o Arizona y, desde luego, las de perseguir y castigar a las partidas de merodeadores.

Los dragones de cuera y sus presidios recuerdan  a la organización militar del Bajo Imperio Romano, ya próximo a su fin. Fuerzas de limitanei ligeras patrullaban el limes, la frontera, y contenían a los bárbaros, a la espera del concurso de los comitatenses, ejércitos de campo mejor adiestrados y bien armados que eran proporcionales, en este caso, a la infantería regular española.


A cada presidio se destinaba una compañía de dragones, todos voluntarios por un período de diez años; en teoría, alrededor de noventa hombres al mando de un capitán. La muestra de que esto no se cumplía era que, en 1764, las Provincias Interiores tenían veintitrés compañías con un total de 1271 dragones, 800 menos de los reglamentarios. 
Cada cuera tenía a su cargo una mula, un potro y seis caballos, uno de ellos siempre ensillado.

 
 
Y de de sus enemigos, ¿qué? Los conoces de sobra, los has visto en tantas y tantas películas, luchando contra soldados y colonos anglosajones cien años después, que casi son de la familia. Y, sin embargo, los dragones de cuera ya se las vieron, y del modo más crudo, con apaches, comanches -los más belicosos-, cheyennes, navajos, chiricauas, mescaleros, mimbreños, jicarillas, ponis, hopis y wichitas, entre otros.

En las llanuras fronterizas no se luchaba como en Europa, en formaciones cerradas en las que se abrían claros por efecto de cadenciosas descargas de artillería y fusilería, y en las que los hombres caían como bolos derribados. Los indios eran expertos en la guerra de guerrillas, así que los presidiales tuvieron que adaptarse a ella. Al fin y al cabo, muchos eran tan nativos como los propios pieles rojas.

Uno de los mejores ejemplos del origen netamente americano de los cuera, ya fuesen criollos, mulatos, mestizos o indios, fue Juan Bautista de Anza, militar novohispano nacido en Sonora, pero de ascendientes vascos. Su padre, también militar, murió peleando contra los apaches. Anza exploró varias rutas desde el sur hacia la Alta California hasta que dio con un camino seguro para la colonización. Fue él quien eligió el lugar donde se fundaría San Francisco. Consiguió también derrotar al mayor de los jefes comanches, Cuerno Verde, y detener así sus razzias, algunas muy sangrientas.



 
¿No te parece que toda esta parte de la Historia de España viene perfumada con el genuino sabor de la aventura? ¿Concibes la espectacularidad de tales imágenes en una pantalla, resueltas con lealtad histórica y eficacia comercial? Sí, claro, sigue soñando, panoli... Si hemos sido tan mezquinos de dejar pasar de nuevo un centenario de Cervantes, ¿qué podemos esperar de la recuperación de unos centauros del desierto no solo desconocidos, sino que de ser descubiertos por el común serían probablemente repudiados por opresores, instrumentos coloniales y tal y tal y tal? Algunos no soportan más color en sus vidas que el de sus prendas deportivas. ¡Ah!, se me pasaba; tampoco celebramos a Cervantes en 1916, pero aquellos, por lo menos, tuvieron una coartada: la Gran Guerra.