miércoles, 20 de abril de 2016

NO LLEVES JERSEY 

DONDE USES PANAMÁ


 



Salvo que seas Sean Connery, claro, que solo suda whisky de malta de treinta años y se lo bebe sin hielo. Los demás, los pobres mortales, si nos ponemos un jersey en Panamá, lo mínimo que podemos esperar es una urticaria.

La verdad es que así le ponían las bolas a Felipe II... No, no digo Isabel de la Pérfida Albión, ni los calvinistas holandeses, ni el piratón de Drake, ni los corsarios berberiscos, que se las hinchaban cada dos por tres. Hablo de las bolas fáciles que le dejaban al Austria sus cortesanos en la mesa de trucos, bisabuela del moderno billar. A mí, que no soy rey más que en casa de mamá, la actualidad me lo ha puesto en bandeja para contarte otra historia de las pequeñas cosas de la Historia. Porque hoy pienso hablarte de dos prendas antípodas y, sin embargo, tan cercanas entre sí: el panamá tropical y el jersey boreal.

 
¡Qué tiempos aquellos en los que, con suficiencia y desdén, repartíamos marchamos de "república bananera" a diestro y siniestro! Y qué anacrónico se nos ha quedado aquel desprecio. ¿"Monarquía bananera" será más de nuestra talla? Voy a pensarlo... 

Y mientras lo pienso, déjame contarte que el panamá es un sombrero originario de... ¿de dónde va a ser? ¡De Panamá!... ¡Eeeeeeerror! El jipijapa, uno de sus nombres originales, es un tocado típico de Ecuador que se fabrica con las hojas de la palmera toquilla (Carludovica palmata). De ahí, sombrero de paja-toquilla, aunque también es conocido por montecristi, el cantón ecuatoriano donde se fabrican loss finos de tales complementos.


 Vaya, ¿y de dónde sale la metonimia? Esa también me la sé: viene del Canal de Panamá, que empezó a cavar Ferdinand de Lesseps en 1881; Lesseps es el mismo que abrió el de Suez. Para proteger del sol inclemente a los obreros del colosal tajo, fueron importados miles de jipijapas. Lesseps tuvo que abandonar la obra, pero su segundo, Philippe-Jean Bunau-Varilla, ofreció el proyecto a los Estados Unidos, que aceptaron a cambio de la independencia de Panamá, territorio colombiano por entonces. El 3 de noviembre de 1903, Panamá cambió su dependencia de Bogotá por la de Washington. Once años después, el 15 de agosto de 1914, se inauguró el canal interoceánico y Theodoro Roosevelt, cubierto con un jipijapa, hizo un tremendo favor a los fabricantes ecuatorianos de toquillas dejándose fotografiar con su metonimia indumentaria.


 
No hay un solo tipo de panamá, sino dos: el clásico, llamado "de copa óptima", y el snap brim, de copa plana. El primero tiene una cresta central que facilita su enrollado. La prueba de la calidad de un jipijapa es, justamente, que se pueda enrollar a tal punto que pase por una alianza matrimonial. O eso dice la leyenda.


 

 
Así pues, el panamá desmiente a Jesucristo, pues uno de los sombreros más característicos del poder, sobre todo del colonial, casi atraviesa el ojo de una aguja en su versión más cara y sus dueños entran y salen a su antojo en el Paraíso... fiscal.


 
Despeguemos del edén tropical de Panamá y aterricemos en otro menos soleado. Las islas de Guernsey y Jersey, ubicadas en la costa normanda, no son inglesas ni francesas, sino dependencias de la Corona británica; su forma política es la de un bailiazgo, territorio gobernado por un baile o delegado real. Ambas ínsulas regalaron sus nombres a la cota de lana que usamos en invierno. 

En el siglo XVI, sus habitantes obtuvieron licencia para importar lana merina inglesa con la que tejieron reputadas prendas de punto. Reputadas entre las gentes del común, claro, pues los nobles no las tocarían ni con la punta de la espada: era ropa de pescadores, marineros, campesinos y "demás chusma". Para proteger a sus maridos e hijos del frío del océano, las mujeres de las islas del Canal hilaban la lana con estambre y creaban así una malla impermeable y duradera. El mismo Lord Nelson confió en los guernseys para uniformar a su marinería y, así, el jersey se benefició de la fama de los éxitos navales de la Gran Bretaña. El catálogo de símbolos de un jersey clásico tiene mucho que ver con el mar:

-el canalé de los puños es la escala del barco,
-las costuras encadenadas del cuello son cabos,
-las cenefas de punto derecho-derecho en los hombros son las olas del mar.


 Hoy es posible ver a la familia real británica con sus guernseys de lana, verdaderos estandartes de las dinastías y las naciones, como bien hemos comprobado estos días al observar como los caudales que deberían estar en las arcas de todos se acogen a las banderas de conveniencia, a los pabellones corsarios de Panamá y Jersey. 

Y hasta aquí esta -istoria sobre dos prendas que, cada una en su lugar, sirven para proteger lo que no se quiere mostrar a la luz del sol ni orear a los aires limpios del océano. Dos metonimias de los oscuros manejos del Poder.

miércoles, 13 de abril de 2016

LOS ENEMIGOS DE EL ZORRO


 



Alonso Quijano, "un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor"... No, no estoy haciendo publicidad de mi última novela, En un maldito lugar de la Manchaaunque podría. Al fin y al cabo, y con permiso de Blogger y G+, es mi blog. Pero, en realidad, la cita viene a cuento de una de las palabras que aparecen en la universal apertura del Quijote: "adarga".

¿Qué era una adarga? En un libro publicado hará un par de años, Las 101 cagadas del español, encontré la 102 en una hojeada que le dí en una librería. La autora decía que la adarga era "una lanza". No sé si lo habrán corregido después; conste que yo se lo transmití a la editorial -la de las enciclopedias- en su cuenta de Facebook. Guerra avisada no mata soldado, por lo menos en la segunda edición...

La adarga era un arma, pero no ofensiva, sino defensiva: hablamos de un escudo de cuero de forma bilobular u ovalada que no hay que confundir con la rodela, que es lenticular. La versión bilobulada era andalusí y ya se usaba en la Edad Media. Y se la llevaron los conquistadores a América y llegó, incluso, a la Edad Contemporánea, es decir, después de la Revolución Francesa.

  
Con la explosión de las armas de fuego, los escudos fueron desapareciendo de los campos de batalla europeos, pero no de los americanos. Si las adargas de las tropas de Cortés y Pizarro fueron suficientes contra las armas de piedra, bronce, madera y hueso de incas y aztecas, también cumplieron de sobra contra los pieles rojas del sur de los Estados Unidos. Y a eso venía yo...

Hace tres siglos, mientras los franceses levantaban guillotinas en París, los españoles aún levantaban misiones en Nuevo México. Y aquello no fue empresa menuda. El virreinato de Nueva España administraba -peor que mejor, dado su colosal tamaño- un territorio que abarcaba, en la segunda mitad del XVIII, casi una veintena de los actuales estados norteamericanos, desde Washington, en el extremo N.O. (el estado, no la ciudad capital), hasta Florida. En 1790, Nueva España tenía una superficie de siete millones de kilómetros cuadrados, repartidos entre Norte y Centroamérica y las posesiones españolas en Asia y Oceanía.


 
Todo lo que ves en rojo formaba parte del virreinato de Nueva España, desde Puerto Rico hasta las Filipinas. Una de las zonas administrativas del virreinato eran las llamadas Provincias Internas, de cuya guarda se encargaban los dragones de cuera. La distinguirás mejor en un detalle del mapa.


También observarás un punto rojo en el ángulo noroccidental, en Vancouver, hoy territorio de Canadá. Ese lugar es la isla de Nutka, donde se estableció el más norteño de los enclaves españoles en el Pacífico: Santa Cruz de Nuca. Lo protegía un fuerte guarnecido por la Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña, resultante de la fusión de esta fuerza colonial con sus paisanos de los Fusileros de Montaña. Aparte de controlar el intenso tráfico de pieles y de balleneros en la zona, estos soldados vigilaban a las avanzadillas rusas que entraban desde Alaska. Si alguna vez pensaste que los únicos enemigos de España en el XVIII eran los británicos y sus aliados de ocasión, empieza a añadir a esa lista a cheyennes, comanches, apaches y demás familia piel roja y, en el extremo norte, a los hijos de la Madre Rusia. Pues bien, la mayor parte de aquellos territorios americanos, los más soleados, los defendían soldados con escopeta y adarga. Su nombre: dragones de cuera.


 
¿Por qué dragón? Un dragón era, en origen y grosso modo, un infante a caballo que cumplía patrullas, vigilancias, merodeo y exploración y que también asaltaba, emboscaba, hostigaba y castigaba. 

En el caso que nos ocupa, se trataba de una policía militar de frontera; si prefieres, carabineros, pues esa es el arma de un infante a caballo: la carabina. Sin ir más lejos, los míticos regimientos de las guerras indias estadounidenses -como el Séptimo- peleaban como dragones. No les quedaba otra; luchaban igual que sus enemigos: a salto de mata, a caballo, a pie y sobre sus barrigas, arrastrándose para una emboscada o en un acecho. 

¿Y por qué de cuera? La cuera era un tabardo, por tanto sin mangas, de varias capas de pellejo recio. Fungía como una armadura que al principio cubría los muslos; en versiones posteriores se convirtió en un coleto, como es el caso del dragón que abre este artículo.


 
¿Y dónde se cuela aquí la adarga? Pues en la panoplia de estos dragones españoles de los desiertos y las llanuras del Lejano Oeste. Además de carabina, portaban pistolas, espada ancha, lanza y la defensa que reforzó su pintoresquismo: la adarga, tanto bilobular como ovalada, suficiente para frenar los tomahawks y las flechas de los pieles rojas. Algunos de estos soldados coloniales emplearon también el arco y las flechas propios de sus enemigos.

 En la ilustración de David Rickman disfrutarás de la extravagante -pero eficaz- combinación de una pistola del XVIII y un escudo del XIV, empuñados por un cuera del fin de la Edad Moderna.

Llegados aquí, resulta que el sargento García, el orondo y torpe adversario de El Zorro, caricatura de aquellas tropas que lucharon contra cheyennes, pawnies y apaches, entre otras tribus y naciones indias, no era otra cosa que un dragón de cuera. 

El autor de la novela sobre el héroe zorruno, el estadounidense Johnston McCulley, y los guionistas de las versiones para TV y cine crearon un universo de españoles malvados, como el pérfido y castizo comandante Monasterio, nacido en Madrid, y de hidalgos criollos dados a luz en América, como Diego de la Vega, gente bien nacida y no como los castellanos.


 Pues bien, a despecho de esa imagen opresora, la mayoría, por no decir el total, de aquellos soldados que defendieron la frontera norte del Imperio español en América no eran peninsulares, sino criollos blancos, hijos de esclavos negros, mestizos e indios. Si te paras a pensarlo, una hueste heterogénea que recuerda a las tropas que hoy quieren imponer la Pax Americana por el mundo adelante: rednecks, afroamericanos e hispanos. Gente de sangre fronteriza para defender las fronteras imperiales.

En los tórridos desiertos y llanos sureños de los Estados Unidos, los dragones de cuera soportaban el calor, el polvo y las emboscadas de las bandas indias embutidos en sus gruesos tabardos de piel y en las chupas -azules con vivos encarnados- de paño basto. Su acuartelamiento -su lugar a la sombra- eran los presidios, no entendidos como cárceles, sino como fortificaciones avanzadas que formaban una extensa red defensiva. De ahí que los dragones sean también conocidos como caballería presidial.

El origen de esta cadena de castros estuvo en la revuelta de los indios pueblo de 1680, una de las más violentas registradas en la América colonial española. Un buen ejemplo de este tipo de edificio castrense es el fuerte de Tubac, el primer asentamiento europeo en Arizona, muy cerca de Tucson.



 
Dichos fuertes se levantaban, generalmente, junto a una misión o un enclave civil, a los que protegían de las algaras indias. Pero la misión cotidiana de las fuerzas destinadas en ellos era la de patrullar amplias zonas de Texas, Nuevo México o Arizona y, desde luego, las de perseguir y castigar a las partidas de merodeadores.

Los dragones de cuera y sus presidios recuerdan  a la organización militar del Bajo Imperio Romano, ya próximo a su fin. Fuerzas de limitanei ligeras patrullaban el limes, la frontera, y contenían a los bárbaros, a la espera del concurso de los comitatenses, ejércitos de campo mejor adiestrados y bien armados que eran proporcionales, en este caso, a la infantería regular española.


A cada presidio se destinaba una compañía de dragones, todos voluntarios por un período de diez años; en teoría, alrededor de noventa hombres al mando de un capitán. La muestra de que esto no se cumplía era que, en 1764, las Provincias Interiores tenían veintitrés compañías con un total de 1271 dragones, 800 menos de los reglamentarios. 
Cada cuera tenía a su cargo una mula, un potro y seis caballos, uno de ellos siempre ensillado.

 
 
Y de de sus enemigos, ¿qué? Los conoces de sobra, los has visto en tantas y tantas películas, luchando contra soldados y colonos anglosajones cien años después, que casi son de la familia. Y, sin embargo, los dragones de cuera ya se las vieron, y del modo más crudo, con apaches, comanches -los más belicosos-, cheyennes, navajos, chiricauas, mescaleros, mimbreños, jicarillas, ponis, hopis y wichitas, entre otros.

En las llanuras fronterizas no se luchaba como en Europa, en formaciones cerradas en las que se abrían claros por efecto de cadenciosas descargas de artillería y fusilería, y en las que los hombres caían como bolos derribados. Los indios eran expertos en la guerra de guerrillas, así que los presidiales tuvieron que adaptarse a ella. Al fin y al cabo, muchos eran tan nativos como los propios pieles rojas.

Uno de los mejores ejemplos del origen netamente americano de los cuera, ya fuesen criollos, mulatos, mestizos o indios, fue Juan Bautista de Anza, militar novohispano nacido en Sonora, pero de ascendientes vascos. Su padre, también militar, murió peleando contra los apaches. Anza exploró varias rutas desde el sur hacia la Alta California hasta que dio con un camino seguro para la colonización. Fue él quien eligió el lugar donde se fundaría San Francisco. Consiguió también derrotar al mayor de los jefes comanches, Cuerno Verde, y detener así sus razzias, algunas muy sangrientas.



 
¿No te parece que toda esta parte de la Historia de España viene perfumada con el genuino sabor de la aventura? ¿Concibes la espectacularidad de tales imágenes en una pantalla, resueltas con lealtad histórica y eficacia comercial? Sí, claro, sigue soñando, panoli... Si hemos sido tan mezquinos de dejar pasar de nuevo un centenario de Cervantes, ¿qué podemos esperar de la recuperación de unos centauros del desierto no solo desconocidos, sino que de ser descubiertos por el común serían probablemente repudiados por opresores, instrumentos coloniales y tal y tal y tal? Algunos no soportan más color en sus vidas que el de sus prendas deportivas. ¡Ah!, se me pasaba; tampoco celebramos a Cervantes en 1916, pero aquellos, por lo menos, tuvieron una coartada: la Gran Guerra.