viernes, 26 de mayo de 2017

DESNUDARSE NO ERA UN ARTE... 

(y 2)



  

(Esta entrada fue previamente publicada 
en El viento de mis velas el 07/04/2015)


... era una faena y una lata, como ya demostré -a medias- en otra entrada: hace una semana dejé a un galán neoclásico desnudo como hueso de aceituna y tieso como atacador de artillero. Y no porque estuviera muerto, rebosaba vitalidad. E impaciencia, pues la dama con la que compartía el lecho aún no se había quitado ni un alfiler. Así que voy a solucionarlo antes de que el hombre se coma las uñas hasta los codos.


 Ella se habría empezado a poner cómoda por los pies; la mujer se podía descalzar con más facilidad. En el XVIII, los tacones femeninos habían perdido altura, muy lejos ya de los chapines del XVI y de los andamios de punta cuadrada del XVII. Sobre los zapatos, que serán de chúpame la punta, lleva las medias de seda, que se ciñen con una liga por encima de la rodilla... No quitárselas es una opción de lo más sugerente. Pero, por favor, no nos despistemos, ¡al grano, que es pa'hoy!

Las damas, como los varones, se vestían según la moda de París:  si el traje de ellos era un habit a la française, el vestido de ellas eran una robe a la française. Y si el traje masculino parecía el colmo de la complicación, el vestido femenino era un tratado de arquitectura rococó. Cuanto antes subamos por el cuerpo del edificio desde los cimientos, más lo agradecerá nuestro romeo.



 Sobre las medias, la dama debe llevar unas enaguas casi hasta los tobillos. Y sobre las enaguas, falda y sobrefalda, brocadas y lujosas, adornadas con hilos de oro y estampados chinescos o esfumados a la Pompadour. Pero una cosa es el escaparate y otra la trastienda. Si eres una persona impresionable, no leas lo que queda de este párrafo. ¿Sabes qué ocultaban aquellas señoras y señoritas emperifolladas en los dobladillos de las faldas, o en bolsas cosidas y disimuladas en el forro?... Prepárate: trozos de carne fresca que les ponía su doncella. No era un piscolabis por si no le gustaba el menú del sarao; era por las pulgas y demás parentela parásita. Así pretendían evitar que les picasen: ofreciéndoles un cebo. ¡Ñam!


 
Si la dama es española, habrá llegado a la fiesta con un cobertor llamado basquiña, una prenda recatada de colores oscuros que se ponía por encima de la falda y la sobrefalda. Con ella evitaban llamar la atención por la calle. A finales de siglo hubo un escándalo en Madrid por culpa de unas basquiñas teñidas de colores vivos. Un viernes santo, en la tradicional Visita de Monumentos, unas petimetras fueron de iglesia en iglesia con basquiñas rojas y verde manzana.


 El paisanaje no se tomó a bien la provocación y las persiguió para hacerles pasar un viacrucis. En consecuencia, se dictó una orden que prohibía las basquiñas vistosas.

Un respiro, por favor, que aún tenemos tarea. El atuendo femenino era como una cebolla, lleno de capas. Si el amante de la dama fuese un ancestro de Hannibal Lecter, ya la habría cortado en juliana para acabar antes.


De tomar la falda y la basquiña como la fachada y las enaguas y las medias como las estancias privadas, el tontillo se quedaría a mitad de camino, como una especie de pieza social. Era un faldellín lateral hecho de listones de ballenas, que se abría de caderas afuera; venía del guardainfantes, que rodeaba aparatosamente la cintura de la mujer en el siglo XVII, como se aprecia en Las meninas. Aún no habían aparecido los miriñaques, una prenda decimonónica. Por cierto, tontillo no es una apreciación más o menos cariñosa sobre la inteligencia de nadie: viene de tonelete, que es la forma que daba este andamio a la mitad inferior de las damas. Subamos ahora a la planta de arriba...



 Ya tenemos descalza a la dama, pero con las medias sujetas con una liga roja. Al quitarle la falda, se le adivina la camisa bajo la casaca, corpiño o jubón. Un momento, que me mojo la cara y los pulsos. Ya, mucho mejor... La casaca se cierra gracias al petillo, una pieza triangular o trapezoidal sujeta con imperdibles. Más tarde se sustituyó por dos piezas que se abotonaban: los cómplices, del francés compères. Pero para este golpe no hacen falta secuaces, así que fuera les compéres, fuera la casaca y fuera... ¡Ñññiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Alto! Con la cotilla hemos topado...


 


 


Esa prenda interior no recibe su nombre por ser chismosa (aunque podría contar muchas cosas): es un diminutivo de cota, la túnica de malla militar. Se confeccionaban con ballenas, seda y raso. En el siglo XVIII se usaban para estilizar el talle y levantar el pecho. ¡Pues a volar la cotilla!, y con ella la camisa, que se mudaba una vez a la semana. Y es que la ropa interior de la época sustituía al baño: aquellos ilustrados se consideraban limpios cuando se mudaban. Y la abundancia de perfumes hacía las veces del agua y el jabón. No los llames guarros, sería injusto; si no se lavaban, era, justamente, por salud: estaban convencidos de que, al sumergirse en la bañera, los poros se abrirían y por ellos entraría todo tipo de miasmas.

No sé si se me olvida algo. Podría mirar mis revistas de moda de la época, las mismas que recibían las fashion victims de nuestro siglo ilustrado: Journal du Goût (1768), Cabinet des Modes (1785) y Galerie des Modes et de Costume Français (1778).

 Pero no será necesario, la montaña de ropa que hay en el suelo indica que no falta nada. "¡Sí, hombre, la peluca!", me contradirás. Pues no, ha sido a conciencia: el mundo de las pelucas femeninas es tan amplio, variado y extravagante, que merece una entrada aparte. Ahora dejemos a los amantes disfrutar, ¡por fin!, de su desnudez y despidámonos a la francesa, que, lejos de ser una muestra de mala educación, era por entonces el culmen de la cortesía. Yo he terminado, tú, si quieres, puedes mirar por el ojo de la cerradura...  



 

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