viernes, 26 de mayo de 2017

¡Y PÓNTE LA PELUCA YA! 

(y 2)


 



(Esta entrada fue previamente publicada en El viento de mis velas el 29/04/2015)


Repíte conmigo: "Lady Gaga es una copiona, Lady Gaga es una copiona..." ¿O no queda claro en la imagen de arriba? Así es como las damas de la segunda mitad del siglo XVIII aparecían en una francachela de postín. En una entrada anterior te conté que cosían a los forros de sus faldas bolsitas con trocitos de carne contra las pulgas, así que el vestido de chuletas de la Gaga tampoco fue muy original.

Mucho se ha debatido sobre si esos armatostes capilares eran reales o producto de la mala baba de los caricaturistas dieciochescos. 

 La fotografía que abre esta entrada es de la colección de trajes de época del Instituto de la Moda de Kioto. 

Ya sabemos cuánto se pirraban los galanes rococó por las pelucas. Ellos, y no sus mujeres, fueron los pioneros de los postizos. En realidad, las damas del Siglo de las Luces no empezaron a empelucarse sin freno hasta la segunda mitad del siglo. Pero, como en el caso de los varones, sus hiperbólicos tocados cumplían una función propagandística: eran una declaración de poder. 

Ten en cuenta que el XVIII es un siglo eurocéntrico: Europa mantiene y aumenta su presencia colonial en todo el globo. Aunque dos guerras del siglo XX sean las mundiales por antonomasia, las potencias europeas del XVIII ya luchaban en casa y a domicilio: en las dos Américas, en África y en Asia, implicando, como enemigos o aliados, a los naturales de cada zona. 


A los mercados del Viejo Continente llegaban los productos más exóticos y los beneficios de las colonias; la Ilustración creó, en nombre de la Razón, un nuevo dios: el Hombre, y los filósofos le ofrecieron, más que respuestas, coartadas; la burguesía estaba a punto de dar el zarpazo al Antiguo Régimen, no para cambiar el mundo, sino para cambiar su dueño. Así que la moda desenmascaraba la soberbia de los aristócratas y la vanidad de los nuevos ricos. Cuanto más aparato en el vestir, cuanto más brillo y relumbrón, más evidencia de riqueza y poder. También es verdad, como dejó escrito el diarista inglés Samuel Pepys, que las pelucas evitaban "la gran molestia de conservar el pelo limpio a diario". Eran otro tiempos y no había H&S Frecuencia, claro.

 
"Ya, ya, el ensayito que me acabas de soltar está muy bien, pero, hasta entonces, ¿qué llevaban las mujeres en la cabeza?", me apremiarás. "Pues su pelo -te respondo yo-, ¿qué iban a llevar?". 

Pero los cabellos naturales de las féminas tampoco escapaban a los dictados de la moda. Te pongo un solo ejemplo, el de la duquesa de Fontange (1661-1681), amante de Luis XIV. En una jornada de caza con el rey, a la montaraz dama se le enredó el pelo en unas ramas, como a Absalón, el hijo rebelde de David que lucía una melena lustrosa y que murió al quedar colgado de un árbol por los pelos, lo que permitió que un general de su padre lo alanceara a placer.

 Pues una vez que la duquesa, con mejor fortuna que Absalón, salió del trance, se hizo un copete en lo alto de la cabeza; al rey le encantó y, claro, el resto de damas versallescas empezaron a peinarse a la fontange, a despecho de las anteriores amantes reales, la Montespan y la Maintenon, que la pusieron a la pobre -es un decir, tenía una renta mensual de cien mil coronas- de chupa de dómine

Saltamos casi cien años y nos plantamos en 1770: las francesas se han puesto la peluca y el resto va detrás de ellas: "Culo veo, culo quiero"¡Y se desata la fiebre! La condesa de Matignon llega a pagarle a su peluquero, musiú Baulard, veinticuatro mil libras al año por un diseño capilar diario. 

Es el mismo Baulard que inventó una peluca de resorte para que las damas pudieran atravesar los dinteles sin quedar descocadas. Los ancianos se llevaban las manos a la cabeza, escandalizados por la falta de sentido común de las jóvenes; por eso la llamaropeluca de la abuela; lo cuenta Francisco Barado en su obra Historia del peinado

Mientras que los caballeros, mozos y ancianos, teñían sus pelucas de blanco -la uniformidad creaba la ilusión de que los viejos no lo eran tanto-, ellas las pintaban de rosa, lavanda o añil. Y montaban auténticos dioramas en y por todo lo alto, con pájaros, bosquecillos, arroyos, corderos y pastorcillas; o les daban la forma y la altura, por ejemplo, de las birretinas de piel de oso de los zapadores y granaderos.

 Excuso incluir la relación de nombres que se inventaron para bautizar los miles de postizos creados. Pero te cuento un ejemplo que explica muy bien la fotografía que abre este post. 

En enero de 1778, la Belle Poule, una fragata francesa, levó anclas del puerto de El Havre llevando como pasajero a Benjamin Franklin, embajador plenipotenciario de los colonos rebeldes norteamericanos en París. Dos buques británicos, Hector y Courageus, le dan el alto y exigen subir a bordo. El capitán francés, vizconde Bernard de Marigny, les responde: "Soy la Belle Poule, fragata del rey de Francia; vengo de la mar y voy a la mar y déjenme decirles, mi buenos señores, que en los barcos de Su Majestad no se permiten visitas". Y, con las mismas, viró y regresó a puerto sin lucha. 

Los ingleses no sabían que a bordo iba "un traidor", por eso les bastó con ejercer el bloqueo. Meses después, la misma fragata vence a la Arethusa británica, en otro episodio más de la longeva enemistad entre ambos países, agravada en ese momento por el apoyo de Versalles a la independencia norteamericana. Las damas parisinas, ni cortas ni perezosas, lo celebraron con un nuevo peinado, coronado por un barco sobre olas de rizos: le coiffure a la belle poule.


 
Voy a ir rematando; ni el espacio me da para todo lo que habría que contar sobre las pelucas del XVIII, ni te voy a cargar con otro mamotreto sobre ellas. Pero tengo que mencionar a María Antonieta. Y a su peluquero, naturellement, Léonard-Alexis Autié, alias musiú Leonard, cómplice de la reina y de su modista y sombrerera, Marie-Jeanne Rose Bertin, también conocida como Ministra de la Moda

Entre Leonard y Bertin inventaron los pouffs, las torres de pelo de la reina, realzadas con cojines, envueltas en metros de cinta, deslumbrantes de perlas y joyas y convertidas, casi, en grupos escultóricos de varios pies de alto. Cuentan que, el 17 de febrero de 1776, María Antonieta, invitada al baile de la duquesa de Orleáns, se retrasó porque no podía entrar en su carruaje: el peinado era tan extravagante que no había manera de atravesar la portezuela. Pues bien, su peluquero tuvo que desarmarlo y volver a montarlo de camino al sarao. Y te aseguro que aquellas carrozas no llevaban la suspensión de un Dyane 6.

 
La reina iba de capricho en capricho mientras las calles ya olían a revolución; hasta que el hedor de la pobreza, encarnado en los sans culotte que la encerraron en la Torre del Temple, la devolvieron a la realidad. Por entonces, la reina depuesta solo tenía una amiga fiel, María Luisa de Saboya, princesa de Lamballe, exiliada en Inglaterra. Ambas se carteaban con frecuencia hasta que, engañada por una falsa misiva de María Antonieta, Lamballe viajo a París y fue presa. Dicen que cuando la cuchilla segó su cuello, las cartas de su regia amiga cayeron de su peluca.

 
Los revolucionarios maquillaron y peinaron la cabeza de la princesa, la clavaron en una pica y fueron a mostrársela a la reina en su celda. Años después, testigos del suceso afirmaron que María Antonieta se desplomó: la reina, que siempre mostró entereza de carácter, nunca antes había desfallecido. Aquel día, el tiempo de las pelucas -como el del Antiguo Régimen- fue a parar a la cesta del verdugo.

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