¡ESA VIRUELA DE MODA!
"Ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca" puede estar hablando hasta por los codos y diciendo muchas cosas, y ninguna será inocente según las costumbres galantes del siglo XVIII.
"Perdón, ¿pero esta no era una entrada sobre la viruela?". Lo es, aunque solo como pretexto, por eso voy a centrarme. La viruela ha sido, desde el 10.000 antes de Cristo, la enfermedad más virulenta y mortal de la Historia. Y digo "ha sido" porque en 1977 se diagnosticó el último caso. El faraón Ramsés V, que reinó entre 1147 y 1143 a. C., murió de viruela, como bien certifican quienes han estudiado su momia. También cayó por el variola virus el coemperador Lucio Vero, que gobernó con Marco Aurelio; fue durante la llamada Peste antonina, entre el 165 y el 180, que se cobró cinco millones de víctimas en todo el imperio. La trajeron de Oriente los legionarios que asediaron Seleucia del Tigris, en Mesopotamia. Se llamó "antonina" por haber llegado a Roma durante el imperio de la dinastía Antonina (Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío, Lucio Vero, Marco Aurelio y Cómodo). También se la conoció como Plaga de Galeno, por ser este médico el que la describió.
En la primera mitad del siglo VIII, la viruela llegó hasta Japón. Y en el siglo XVI, las civilizaciones precolombinas cayeron ante los conquistadores y el virus variólico. En 1724, el único rey español que ha llevado el nombre de Luis falleció de viruela.
George Washington o Mozart también la sufrieron. Leopold Mozart, el padre del músico, se negó a que inocularan a su hijo. No confundamos inoculación con vacunación. Las dos buscan inmunizar contra la enfermedad, pero la primera la introduce por las bravas en el organismo y la segunda lo hace con un principio orgánico preparado a conciencia.
Hasta que en 1796 Edward Jenner preparó las primeras vacunas, en Europa se usó una técnica asiática de inoculación, que no ofrecía las mismas garantías. Al parecer, los chinos inhalaban pústulas de viruela pulverizadas, mientras que los turcos las introducían en incisiones cutáneas. Por este segundo procedimiento, la esposa del embajador inglés ante la Sublime Puerta, lady Montagu, curó a sus hijos. En cuanto regresó a Gran Bretaña, en 1718, pidió al rey que apoyase la inoculación. Se dice que los médicos de Jorge I ofrecieron la libertad a seis reos de muerte, media docena de conejillos de indias, si se dejaban inocular: cinco sobrevivieron.
En noviembre de 1803, el doctor Francisco Javier Balmis partió de La Coruña para inmunizar a los habitantes de las colonias españolas en la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. Almudena de Arteaga lo narra en su novela histórica Ángeles custodios que TVE llevará a la pantalla con el título de 22 ángeles. La producción de esta TV movie corre a cargo de Four Luck Banana, empresa en la que trabajé, y el director es Miguel Bardem. María Castro, Pedro Casablanc y Octavi Pujades serán sus protagonistas, junto con esta bella fragata de época que ha llegado a Ferrol desde Rusia...
Quienes sobrevivían a la viruela antes del descubrimiento de la vacuna padecían secuelas de diversa gravedad, que incluían ceguera y las cicatrices faciales de las pústulas secas, verdaderos cráteres cutáneos. En el rostro reconstruido de Robespierre las puedes ver. Y aquí llegamos al meollo de esta entrada, que tiene más que ver con la moda que con la epidemiología. En buena parte por culpa de aquellas cicatrices, durante el Antiguo Régimen se puso de moda disimular la mayor cantidad posible de tales escaras -o las peores- con lunares.
No hablo de lunares naturales, que nacen allá donde el capricho genético quiere. Traigo a esta entrada otros muy distintos, que se fabricaban no con células más o menos benignas, sino con seda y terciopelo. Eran, propiamente, prótesis. En La lozana andaluza (Francisco Delicado; Venecia, 1528) hay una temprana mención a tales postizos, usados aquí por una trotacalles en el otoño de su ajetreada vida:
"El lunar postizo es, porque, si miráis en él, es negro y unos días más grande que otros"
He dicho que la mención es temprana, aunque, para la fecha, el hábito de pegarse lunares ya era viejo. Los efebos de alquiler que se contoneaban en los arcos del Coliseo y las ambulatrices del barrio de la Suburra los usaban sin disimulo. Con el tiempo y los vaivenes de las modas, las damiselas -y los petimetres, lechuguinos o chisgarabises- de la buena sociedad dieciochesca los incluyeron entre sus complementos, ya fuesen circulares o en forma de corazón. Los llamaban mouches (moscas), en francés, y los guardaban en cajitas bellamente trabajadas, similares a las actuales polveras, con su espejito y todo.
Un erudito español, Luis Velázquez de Velasco, marqués de Valdeflores, describió el uso galante de los lunares de pega y sus códigos en una obra titulada Colección de diferentes escritos relativos al cortejo (1764). Al hablar de cortejo, el autor se refiere a una costumbre extendida según la cual una dama casada podía frecuentar la compañía de un amigo cercano. Este rendido admirador estaba obligado a atender -y financiar- todos sus caprichos y necesidades, sin que el esposo se sintiera obligado, necesariamente, a inclinar la cabeza al pasar bajo un dintel.
Carmen Martín Gaite firmó en 1973 un ensayo muy recomendable en el que detalla esta insospechada libertad: Usos amorosos del XVIII en España. Vuelvo al marqués de Valdeflores y a las artistas del lunar con su particular morse sin rayas, solo con puntos:
"Puestos en la sien izquierda pueden denotar que la plaza está ocupada; puestos en la sien derecha, que está dispuesta a romper y tomar otro cortejo; y su falta en ambas sienes puede dar señal de que la plaza está vacante; los lunares pequeños, distribuidos diestramente por el rostro, pueden denotar el actual y momentáneo estado de los caprichos".
En la ilustración que abre esta entrada, puedes ver un mapa de lunares de origen francés. Te explicaré lo que significa cada uno de ellos -según su posición- con la ayuda de fotografías de artistas actuales; sus lunares, eso sí, son naturales, por lo menos hasta donde me consta. La única excepción a esta norma será la de Glenn Close en el papel de la marquesa de Merteuil, protagonista femenina de Las amistades peligrosas, la novela de Pierre Choderlos de Laclos, publicada en 1782.
El lunar de Close como Merteuil en la pelicula de Stephen Frears, subido allá en la cima del pómulo, significa, según el código lunático, que la aristócrata era una mujer apasionada: "¡Ojito conmigo, que quemo más que una plancha", grita. Digo lunático con cierta propiedad, pues se creía que los lunares crecían como las mareas, por influjo de la luna.
Otra castigadora, pero más moderna, la fetichista Dita Von Teese, ex de Marilyn Manson, suele mostrar un lunar en el borde de la cuenca del ojo izquierdo. Según los códigos del XVIII, eso daba a entender que su portadora era, ¡pásmate!, una "asesina".
Haciendo el recorrido de las agujas de un reloj, venimos a caer ahora un poco más abajo en la mejilla izquierda de la dama punteada. En este caso, Eva Mendes. Si la mosca que porta la actriz latina en la suave pendiente del pómulo fuese artificial, anunciaría que su propietaria "está abierta a proposiciones"; hablamos de nuevos proyectos cinematográficos, claro.
Nos damos ahora de boca con uno de los lunares más famosos de la hoguera de las vanidades de finales del siglo XX. Es el puntito de divina melanina que Cindy Crawford luce sobre la comisura siniestra de sus labios. Pues bien, tal "deformidad" cutánea publicaría a los cuatro vientos dieciochescos que su dueña era "coqueta".
Cerraré esta media luna, la izquierda del rostro femenino, con Mariah Carey. Su lunar, antípoda del de la Crawford, es de los más fiables, o eso decían. Cuando la doncella de una mundana ilustrada le pegaba allí -bajo la boca- el parchecito de terciopelo, quería dar a entender que su ama era una mujer muy capaz de guardar un secreto.
En la tercera foto, que representa a Mata Hari, ya se ve que no era de fiar porque no tiene ningún topito bajo la boca; pero, si te fijas bien, lleva el lunar asesino en la cuenca del ojo izquierdo.
Remato con un mensaje más de entre los muchos que podían enviar los lunares de pega en una soiré versallesca. Atravieso la barbilla y me paso al lado diestro de la cara. Imagino que la peca de Natalie Portman, como la de todas las mujeres reales que ilustran esta entrada, será natural. Y lo digo porque esa manchita marca el territorio muy a las claras: quiere decir que la dama está casada. En el caso de la Portman, su marido (hasta nueva orden) es el coreógrafo Benjamin Millepied, al que conoció durante el rodaje de Cisne negro.
Ya se ve que, por mucho que nos quejemos, la frivolidad no la inventaron los creadores de Sálvame, sino que la traemos a cuestas casi desde la caverna, donde ya había peines de hueso; que ya me dirás para qué necesitaba peines un cromañón... Cambiando de tercio, y como conclusión, ¿qué nos enseñarían estos lunares artificiales si quisiéramos escribir nuestra propia novela histórica? Pues que tendríamos que saber tanto de la Historia con H mayúscula -la viruela con sus hitos fundamentales- como de la pequeña -istoria sin H, casi hasta llegar al cotilleo: el idioma galante de los lunares. No te hablo del impepinable requisito de una documentación rigurosa, sino de humildad, de falta de prejuicios y de tener los pies en el suelo.
Una novela histórica no es un libro de texto con algunos párrafos aventureros o con un lenguaje menos doctoral; una novela histórica nos sube a los palacios y nos baja a las cabañas, nos trae olores, sabores y colores que pueden resultar anecdóticos para un historiador, pero que son vitales para un viajero del tiempo, pues eso es un lector de histórica.
Un novelista histórico es un contador de historias, de ficciones veraces, no un catedrático que pretende apabullar al lector con una acumulación plúmbea de saberes. Por eso debe ser humilde y realista, porque también ha de "conformarse" con ser un entretenedor. Si me apuras, no es un copista de monasterio medieval, sino alguien más cercano a un juglar callejero.