domingo, 28 de febrero de 2016


SIRIA SANGRA HACE 3.000 AÑOS






La semana pasada se acordó un tregua en Siria tras cinco años de guerra, que ya no es civil, sino otro conflicto de una Tercera Guerra Mundial negada pero retransmitida. Ahora, la ONU anuncia conversaciones de paz... ¿Y qué pinta una noticia de esa magnitud en un blog que se ocupa de la Historia pequeña? Pues que esa tregua y el sempiterno papelón de la ONU son como una tirita para una herida que sangra desde hace tres milenios. Un remedio ínfimo que bien merece un lugar en -istoria sin H. Prepárate para entender que las naciones, como los seres humanos, parecen tener, al modo de los griegos, un fatum que convierte su Historia en la condena de Sísifo.


Gran Siria, o País de Sham, es el nombre de la región histórica que hoy abarca los estados de Siria, Líbano, Jordania, Israel y los territorios palestinos y una parte de Turquía. Bajo Roma ostentó la categoría de provincia y sufrió la condición de perenne campo de batalla y frontera hostil contra partos y persas, hasta que el Islam acabó con unos y otros y se buscó sus propios y eternos enemigos. Desde entonces –siglo VII– esa parte del mundo es la repetición de una constante cruzada, combatida primero con cotas de malla y almajeneques y ahora con chalecos de kevlar y drones. Imperio tras imperio, siglo a siglo, Siria no ha dejado de sangrar en tres mil años.

Fue en territorio sirio donde los herreros forjaron, por primera vez, espadas y lanzas de bronce; pero también donde sus escribas dibujaron en barro, antes que nadie, los signos incipientes que dieron forma al pensamiento humano.


Una de las primeras batallas documentadas de la Historia tuvo lugar a veinticuatro kilómetros de Homs, sitiada y hoy arrasada por una guerra civil que ya ha costado la vida a trescientas mil personas: los hititas de Muawattalis y los egipcios de Ramsés II cruzaron sus armas de bronce en los llanos de Qadesh (1274 a. C.).



Ambos imperios firmaron también el primer tratado de paz del que se tiene memoria, en el año 1259 a. C. Fue tallado en tablas de arcilla; la versión hitita se expone en el Museo de Arqueología de Estambul y una copia fue donada a la sede de la ONU en Manhattan. Aquel tratado y esta organización parecen ser hoy igual de útiles en todo lo que se refiere a Oriente Medio.



Alejandro de Macedonia, vencedor sobre Dario de Persia, volvió sobre sus pasos y sometió la franja costera siria. Tiro, la hasta entonces inexpugnable ciudad fenicia, sirvió de cruel escarmiento y de aviso a sus vecinos israelitas. Tres siglos más tarde, en el 70 d. C., Tito, hijo y sucesor de Vespasiano, arrasa Jerusalén y destruye el templo, empujando a los judíos a su segunda diáspora; la primera tuvo su origen en la conquista babilónica del reino de Judá.

La Siria romana fue testigo de la humillante derrota de Craso, el plutócrata que venció a Espartaco y que compartió triunvirato con Pompeyo y César, ejemplo de general vanidoso y rapaz de la belicosa y triunfante República, de la que, en cierto modo, Washington se siente heredera. Los arqueros y jinetes acorazados –catafractos– del imperio parto exterminaron a siete legiones, casi cuarenta mil hombres, en Carras, hoy Harrán, en la frontera sirio-turca. Allí mismo nace la leyenda de los legionarios prisioneros que acabaron defendiendo la frontera entre Partia y China.


Craso fue apresado y torturado: los vencedores le obligaron a tragar oro fundido; luego le cortaron la cabeza y se la enviaron a su rey, Orodes II. La codicia y avaricia del triunviro, auténticas emperadoras de nuestro presente, fueron las excusas para tal suplicio.

Al llegar los césares, Roma cambió de adversario. Los persas sasánidas humillaron al imperio de un modo inédito: por primera vez, un emperador romano, Valeriano, fue capturado en campaña; sucedió en la antigua Edesa, actual Urfa, en Turquía. Su pellejo colgó como trofeo en el salón del trono de los shahanshah, los reyes de reyes persas.

En Siria murió la Antigüedad y nació la Edad Media; marcaron el cambio los generales musulmanes que derrotaron a las tropas del aún Imperio Romano de Oriente junto al río Yarmuk, el mayor afluente del Jordán.


Entrado el Medievo, los caballeros de la Primera Cruzada arrasan Antioquía y conquistan la ciudad siria de Maarat, donde protagonizan un espantoso episodio de canibalismo, recordado por Amin Maalouf en su ensayo Las cruzadas vista por los árabes. Los llamados francos bajan por Beirut, Jaffa, Ramala y Belén para acabar sitiando la ciudad de las Tres Religiones: Jerusalén. La matanza fue tal que las crónicas juran que, en las calles, los cadáveres de musulmanes y judíos flotaban en sangre.


Aquellos mismos cruzados levantaron una red de fortalezas de la que el Crac de los Caballeros –destruido Patrimonio de la Humanidad– es hoy testigo. Después vinieron los mongoles de Tamerlán, el arquitecto de pirámides de cráneos, y los turcos otomanos, que volvieron a regar con sangre aquellas tierras.

La Gran Siria llegó a su final cuando, en la Primera Guerra Mundial, Lawrence de Arabia llevó a las tribus beduinas hasta Damasco, acabando así con cuatro siglos de dominio turco.

Pero Gran Bretaña y Francia, gracias al acuerdo Sykes-Picot (1916), convirtieron el sueño panárabe en pesadilla. Londres y París se repartieron el territorio otomano tal y como hoy se lo meriendan las corporaciones globales. El remate vino con la refundación de Israel, cancerbero occidental de Oriente Medio. De la mano del sionismo, la guerra volvió a los campos de batalla del milenario País de Sham. 

Propaganda aparte (democracia, dignidad, humanidad y sonsonetes de ese jaez), parecen ser los dioses los que aún combaten en Siria. Cuando los católicos y los protestantes de Occidente califican al Islam como Eje del Mal; cuando los aviones de la ortodoxa Madre Rusia bombardean Siria; cuando desde los alminares se llama al Yihad contra los infieles satánicos; cuando suníes y chiíes se acribillan en nombre del mismo dios; cuando Israel legitima su existencia con el Antiguo Testamento en la mano, y cuando el dólar confía en Dios -In God we trust–, no nos queda más remedio que pedir que alguno de ellos nos ampare. O que nos dejen en paz de una vez. Porque ni la razón ni la ONU -¡menudo paripé, vaya astracanada!- lo harán.


Puedes leer la entrada anterior de este blog aquí:

lunes, 22 de febrero de 2016


¿HUBO SIBARITAS ANTES DE EL BULLI?


 




Si las palabras fuesen espadas, unas cuantas habrían perdido ya su punta y su filo. Albricias para los pacifistas; duelo y luto para los amantes del idioma. Sibarita es una de ellas, arrojada al vertedero de las naderías del castellano contemporáneo. Otra que tal vaga, como un espectro sin carne en el Hades de la pamplina, es dandy. Pero de esta ya te hablé en una entrada de mi otro blog, El viento de mis velas.

Se conoce como "sibarita" a la persona aficionada al lujo y a los placeres caros y refinados. Pero me temo que ese perfil ha degenerado hasta el punto de convertirse en la definición del nuevo rico fanfarrón -y seguramente cómplice- que a las primeras de cambio te enseña una cuenta del último restaurante de moda, condecorado con más estrellas que un capitán general. Con eso te quiere decir que ha estado allí, pero no te cuenta si lo ha pagado con su dinero o con el de algún chanchullo, es decir, con dinero tuyo, de ese y de aquel otro de más allá. Como también se ha corrido mucho la especie de que a cualquier españolito de a pie le ha hecho la boca el mismísimo Baco, pues ahí tenemos, cómo no, al moscardón de enoteca que va dando lecciones de sibaritismo al primer despalomao que se encuentra. Como a mí se me ve el gesto de vinagre a la legua, ni se molestan.



 
¿Y a quién se le puede calar con propiedad la mitra de sibarita? Pues, por ejemplo, a Balzac, que gastaba todo lo que ganaba -y ganó mucho porque escribió y publicó una barbaridad- en banquetes pantagruélicos; que cuando no comía ni escribía, echaba el rato con sus amigos del Club de los Comedores de Hachís; que ideó un sistema para extraer del café toda su esencia, como ya te conté en una vieja entrada; y, además, ya puestos, que disertó sobre el dandismo.

Pero sibarita, palabra ajada como una hetaira desdentada, tiene un origen de mayor enjundia que aquellas tonterías, aunque, en alguna de sus facetas, es un buen reflejo de este fin de civilización. Para empezar, fue un gentilicio...

Síbaris, una colonia de emigrantes helenos, llegó a convertirse en una de las ciudades más importantes de la Magna Grecia; así llamaron los romanos a la reunión de urbes fundadas por colonos griegos en el sur de Italia y en Sicilia a partir del siglo VIII a. C., justo cuando Rómulo reunía a una panda de forajidos tras las empalizadas de lo que un día sería Roma e intentaba raptar, poco después, a las mujeres de los sabinos.

 
Los helenos llevaron a sus colonias la fanática independencia de las polis de su tierra materna; por eso tuvieron que ponerles un nombre común los romanos, porque los magnos griegos no tenían conciencia de unidad. Y la verdad es que se combatieron entre sí con saña hasta que, en el siglo II, llegó el triunfo de Roma frente a Cartago y muchas de las antiguas colonias, aliadas con los cartagineses, recibieron el finiquito.

El origen de Síbaris entra de lleno en la mitología. Ya te avisé, en la entrada sobre el presunto proxenetismo de Miguel de Cervantes, de que los mitos tendrían aquí mucho espacio. Son, sin duda, un modo de recrear la Historia, pero también el almacén de nuestros arquetipos culturales, tan amplio como ese otro en el que a Indiana Jones le confiscaban sus hallazgos.

Cerca de la ciudad oracular de Delfos, en una gruta montañosa, se escondía una vampira llamada Lamia, que chupaba la sangre a los niños. Sí, por entonces, Grecia ya estaba llena de chupasangres, todas hembras y casi todas obsesionadas con los infantes: Lamia, un bello torso femenino rematado en una cola de serpiente; Empusa, vampira metamórfica que, cuando se convertía en mujer, tenía una pierna de bronce; éstriges, hijas antropófagas de las Harpías... 

 Como es lógico, Lamia tenía muertos de miedo a los lugareños. Para aplacarla, le ofrecieron en sacrificio a un efebo bellísimo, Alcioneo. Pero otro joven, Euríbato, enamorado de la víctima propiciatoria, entró en la guarida del monstruo y arrojó a Lamia contra unas rocas; allí donde la vampira cayó, manó una fuente que los agradecidos paisanos llamaron Síbaris. Cuando unos cuantos de ellos decidieron emigrar a Italia, llamaron así a su colonia. Y aquí volvemos a la Historia... 

Los primeros colonos de Sibaris nacieron en Acaya y Argólida, dos regiones del Peloponeso ("la isla de Pélope"), la península montañosa del sur de Grecia donde se levantó Olimpia y se celebraban sus famosos juegos.

Los descendientes de Pélope, rey mítico que dominó el Peloponeso, vivieron sometidos o en guerra con los invasores dorios, quienes formaron una élite militar hegemónica: Esparta. Muchos de los colonos que emigraron eran ciudadanos, si tenían tal consideración, de segunda clase; o habitantes de tierras arrasadas, con más bocas que espigas de trigo. Si osaban rebelarse, la opción a la muerte era fundar colonias, fiscal y militarmente ligadas a la metrópoli, al menos hasta que conseguían poder suficiente para desligarse.

Síbaris, en la orilla occidental del Golfo de Tarento, ofrecía la mejores condiciones de vida para sus colonos aqueos y argivos. Sus campos de trigo y vides eran feraces; en las montañas se podían criar ovejas y cabras, mantener colmenas, cortar madera y extraer betún y plata. Pero fueron otras las causas que convirtieron aquella factoría colonial en un emporio mediterráneo.


 


Primero, los mercaderes sibaritas se convirtieron en importadores de púrpura de Mileto, en Asia Menor, un tinte que se extraía de un molusco, el múrice, y que fue exclusivo de la realeza y la aristocracia a lo largo y ancho del mapamundi. La cosecha era muy pequeña para la enorme inversión en capturas y tiempo, de ahí su coste. Una vez en Italia, era vendido a los etruscos, dueños del Mar Tirreno y sibaritas antes de Síbaris. Para comerciar con ellos, los sibaritas originales establecieron otra colonia en la costa tirrena: Posidonia, luego Paestum.

 
Y aquí llega la segunda causa del esplendor de la colonia aqueo-argiva. Los sibaritas establecieron una ruta por tierra entre su ciudad madre y la franquicia. Así evitaban los mil y un peligros -accidentes geográficos, piratería- del Estrecho de Mesina... Y no solo ellos, sino también los mercaderes del Mediterráneo oriental que planearan alcanzar la costa occidental de la Península Itálica. En consecuencia, Síbaris y Posidonia se convirtieron en peajes del comercio grecolatino.


 



La ciudad llegó a ser tan rica que se decía que los niños que jugaban en las calles iban vestidos de púrpura. Los sibaritas delegaron los trabajos más pesados, o menos placenteros, en los habitantes de otras ciudades con las que comerciaban o que dominaban. Hasta el punto de que se prohibió que, en lugar tan rico, abrieran tienda los plateros, que hacían "demasiado ruido" con el tintineo de sus mercancías y con esos diminutos yunques llamados tas (si haces crucigramas, sabrás de qué te hablo). Ya no te diré nada de cuán prohibidas estaban las herrerías y las carpinterías. Ni siquiera se permitía tener gallos que despertasen a horas intempestivas a los sibaritas.


 








Llegó el punto en que los alimentos los tuvieron que traer de fuera, pues les resultaba agotador ver cómo los agricultores levantaban las azadas; y se enojaban si alguien les describía esa acción, aun sin verla. El vino, eso sí, llegaba a través de canales desde las viñas a los palacetes; mansiones que se convertían en un infierno de insomnes si un solo pétalo de los lechos de rosas en los que dormían se arrugaba y se les clavaba en la piel.


 
Se habla de un aristócrata que exigió a sus esclavos un vino y un pescado distintos para cada día del año; si no, mandaría que les dieran tantos azotes "como pestañeos tiene una jornada". Y se cuenta que a una antojadiza matrona le servían la comida con pinzas de cigala hervida y le calentaban la cama con "calor de doncella".


 
También se les atribuye a los sibaritas el invento del orinal, para no tener que levantarse de sus triclinios durante los banquetes, los muy helénicosimposio; tal colmo de capricho civilizado no tuvo parangón hasta que, en el siglo XVIII, el conde de Sandwich inventó los emparedados que llevan su nombre, que le excusaban de levantarse durante sus timbas.

 
Y aún más. Puesto que pretendían evitar las molestias del viaje a Olimpia para participar en sus juegos, los sibaritas patrocinaron los suyos. Y como les sobraba el dinero, ficharon en exclusiva a los mejores atletas olímpicos. Síbaris era la jauja de la época, y nadie se resistía a la melodía que salía de sus bien afinadas bolsas.  

¿Leyendas? ¿Propaganda? ¿Envidia? ¿Infundios de sus competidores? ¿De todo un poco?

A finales del siglo VI a. C., a sus enemigos les pintaron calva la ocasión, con leyendas o sin ellas. Deslumbrados por el brillo del oro sibarita, una muchedumbre de griegos, itálicos, hispanos, africanos y asiáticos habían llegado a Síbaris en busca de fortuna casi desde su fundación. 


Durante generaciones, esos inmigrantes y sus descendientes formaron una masa de funcionarios, soldados, mercenarios, agricultores, pastores y artesanos. En el año 510, un demagogo, es decir, un líder de aquella plebe, se hace con el poder y confisca los bienes de las quinientas familias más poderosas de la ciudad. La élite sibarita se refugia en otra polis de la Magna Grecia, Crotona, más al sur, en la suela de la bota itálica.

Crotona, como Síbaris, era de origen aqueo, aunque su epónimo no fuera un monstruo como Lamia/Síbaris sino el gigante Crotón, a quien Hércules mató por accidente. Los crotoniatas declararon la guerra a los sibaritas, que contaban con un ejército tres veces mayor: trescientos mil infantes y cinco mil jinetes.

 La caballería era la élite del ejército de Síbaris, en la que formaban aquellos que podían pagar un caballo, una armadura y una lanza. Es muy probable que la caballería sibarita fuera similar a la de Tarento, otra colonia. Los jinetes tarentinos dieron nombre a la caballería ligera de la época helenística por sus singulares tácticas y su armamento, compuesto por escudo y jabalinas.

La leyenda cuenta que fueron la riqueza, el lujo y la molicie consecuente las que acabaron con Síbaris. Todo eso y sus caballos...


 

Los sibaritas se hicieron expertos en su doma; los importaban de Tesalia, Capadocia y Persia y los seleccionaban con criterio cruel. Primero les hacían pasar sed y hambre; soltaban a los supervivientes lejos del agua y se quedaban con los tres primeros de cada manada que llegaran corriendo hasta ella. Luego los adiestraban con una mezcla de más hambre y música y los recompensaban con un pienso sibarítico. Los bañaban como si fueran doncellas, les cardaban las crines con peines de marfil y se las trenzaban con hilos de oro. Imagino que, antes de la batalla contra Crotona, los nobles de Síbaris aparecerían montados en sus caballos danzarines, muy ufanos ellos, pero acompañados de mercenarios: hoplitas griegos, arqueros asiáticos, honderos hispanos... Porque, naturalmente, los sibaritas no combatirían a pie.


 
Pues bien, los crotoniatas, con el mítico atleta Milón al frente, llevaron músicos al campo de batalla, así que cuando la caballería de Síbaris cargó, el aire se llenó de notas de flautas, címbalos y crótalos... ¿Y qué pasó? Que los caballos sibaritas rompieron a bailar, causando tal confusión en sus propias filas, que los de Crotona se encontraron con medio trabajo hecho. 

Síbaris fue arrasada por Milón y sus tropas y desapareció literalmente del mapa, anegada por la desviación del río Cratis; Posidonia cayó ante otro pueblo itálico, los lucanos, un siglo más tarde. Lo que hoy queda de los sibaritas es una palabra a medio camino entre la admiración y el tedio por tanto rascanalgas fanfarrón que come, bebe y paga de oídas. Afortunadamente, la Historia viene en nuestro auxilio y nos los quita de encima.




 

miércoles, 17 de febrero de 2016

¡ESA VIRUELA DE MODA!


 
"Ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca" puede estar hablando hasta por los codos y diciendo muchas cosas, y ninguna será inocente según las costumbres galantes del siglo XVIII.

"Perdón, ¿pero esta no era una entrada sobre la viruela?". Lo es, aunque solo como pretexto, por eso voy a centrarme. La viruela ha sido, desde el 10.000 antes de Cristo, la enfermedad más virulenta y mortal de la Historia. Y digo "ha sido" porque en 1977 se diagnosticó el último caso. El faraón Ramsés V, que reinó entre 1147 y 1143 a. C., murió de viruela, como bien certifican quienes han estudiado su momia. También cayó por el variola virus el coemperador Lucio Vero, que gobernó con Marco Aurelio; fue durante la llamada Peste antonina, entre el 165 y el 180, que se cobró cinco millones de víctimas en todo el imperio. La trajeron de Oriente los legionarios que asediaron Seleucia del Tigris, en Mesopotamia. Se llamó "antonina" por haber llegado a Roma durante el imperio de la dinastía Antonina (Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío, Lucio Vero, Marco Aurelio y Cómodo). También se la conoció como Plaga de Galeno, por ser este médico el que la describió.


 
En la primera mitad del siglo VIII, la viruela llegó hasta Japón. Y en el siglo XVI, las civilizaciones precolombinas cayeron ante los conquistadores y el virus variólico. En 1724, el único rey español que ha llevado el nombre de Luis falleció de viruela.

 George Washington o Mozart también la sufrieron. Leopold Mozart, el padre del músico, se negó a que inocularan a su hijo. No confundamos inoculación con vacunación. Las dos buscan inmunizar contra la enfermedad, pero la primera la introduce por las bravas en el organismo y la segunda lo hace con un principio orgánico preparado a conciencia.

Hasta que en 1796 Edward Jenner preparó las primeras vacunas, en Europa se usó una técnica asiática de inoculación, que no ofrecía las mismas garantías. Al parecer, los chinos inhalaban pústulas de viruela pulverizadas, mientras que los turcos las introducían en incisiones cutáneas. Por este segundo procedimiento, la esposa del embajador inglés ante la Sublime Puerta, lady Montagu, curó a sus hijos. En cuanto regresó a Gran Bretaña, en 1718, pidió al rey que apoyase la inoculación. Se dice que los médicos de Jorge I ofrecieron la libertad a seis reos de muerte, media docena de conejillos de indias, si se dejaban inocular: cinco sobrevivieron.

En noviembre de 1803, el doctor Francisco Javier Balmis partió de La Coruña para inmunizar a los habitantes de las colonias españolas en la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. Almudena de Arteaga lo narra en su novela histórica Ángeles custodios que TVE llevará a la pantalla con el título de 22 ángelesLa producción de esta TV movie corre a cargo de Four Luck Banana, empresa en la que trabajé, y el director es Miguel Bardem. María Castro, Pedro Casablanc y Octavi Pujades serán sus protagonistas, junto con esta bella fragata de época que ha llegado a Ferrol desde Rusia...

 

Quienes sobrevivían a la viruela antes del descubrimiento de la vacuna padecían secuelas de diversa gravedad, que incluían ceguera y las cicatrices faciales de las pústulas secas, verdaderos cráteres cutáneos. En el rostro reconstruido de Robespierre las puedes ver. Y aquí llegamos al meollo de esta entrada, que tiene más que ver con la moda que con la epidemiología. En buena parte por culpa de aquellas cicatrices, durante el Antiguo Régimen se puso de moda disimular la mayor cantidad posible de tales escaras -o las peores- con lunares.

 No hablo de lunares naturales, que nacen allá donde el capricho genético quiere. Traigo a esta entrada otros muy distintos, que se fabricaban no con células más o menos benignas, sino con seda y terciopelo. Eran, propiamente, prótesis. En La lozana andaluza (Francisco Delicado; Venecia, 1528) hay una temprana mención a tales postizos, usados aquí por una trotacalles en el otoño de su ajetreada vida:
"El lunar postizo es, porque, si miráis en él, es negro y unos días más grande que otros"
He dicho que la mención es temprana, aunque, para la fecha, el hábito de pegarse lunares ya era viejo. Los efebos de alquiler que se contoneaban en los arcos del Coliseo y las ambulatrices del barrio de la Suburra los usaban sin disimulo. Con el tiempo y los vaivenes de las modas, las damiselas -y los petimetres, lechuguinos o chisgarabises- de la buena sociedad dieciochesca los incluyeron entre sus complementos, ya fuesen circulares o en forma de corazón. Los llamaban mouches (moscas), en francés, y los guardaban en cajitas bellamente trabajadas, similares a las actuales polveras, con su espejito y todo.

Un erudito español, Luis Velázquez de Velasco, marqués de Valdeflores, describió el uso galante de los lunares de pega y sus códigos en una obra titulada Colección de diferentes escritos relativos al cortejo (1764). Al hablar de cortejo, el autor se refiere a una costumbre extendida según la cual una dama casada podía frecuentar la compañía de un amigo cercano. Este rendido admirador estaba obligado a atender -y financiar- todos sus caprichos y necesidades, sin que el esposo se sintiera obligado, necesariamente, a inclinar la cabeza al pasar bajo un dintel. 

Carmen Martín Gaite firmó en 1973 un ensayo muy recomendable en el que detalla esta insospechada libertad: Usos amorosos del XVIII en España. Vuelvo al marqués de Valdeflores y a las artistas del lunar con su particular morse sin rayas, solo con puntos:
"Puestos en la sien izquierda pueden denotar que la plaza está ocupada; puestos en la sien derecha, que está dispuesta a romper y tomar otro cortejo; y su falta en ambas sienes puede dar señal de que la plaza está vacante; los lunares pequeños, distribuidos diestramente por el rostro, pueden denotar el actual y momentáneo estado de los caprichos".
En la ilustración que abre esta entrada, puedes ver un mapa de lunares de origen francés. Te explicaré lo que significa cada uno de ellos -según su posición- con la ayuda de fotografías de artistas actuales; sus lunares, eso sí, son naturales, por lo menos hasta donde me consta. La única excepción a esta norma será la de Glenn Close en el papel de la marquesa de Merteuil, protagonista femenina de Las amistades peligrosas, la novela de Pierre Choderlos de Laclos, publicada en 1782.

 
 

El lunar de Close como Merteuil en la pelicula de Stephen Frears, subido allá en la cima del pómulo, significa, según el código lunático, que la aristócrata era una mujer apasionada: "¡Ojito conmigo, que quemo más que una plancha", grita. Digo lunático con cierta propiedad, pues se creía que los lunares crecían como las mareas, por influjo de la luna.

Otra castigadora, pero más moderna, la fetichista Dita Von Teese, ex de Marilyn Manson, suele mostrar un lunar en el borde de la cuenca del ojo izquierdo. Según los códigos del XVIII, eso daba a entender que su portadora era, ¡pásmate!, una "asesina".


 
 

Haciendo el recorrido de las agujas de un reloj, venimos a caer ahora un poco más abajo en la mejilla izquierda de la dama punteada. En este caso, Eva Mendes. Si la mosca que porta la actriz latina en la suave pendiente del pómulo fuese artificial, anunciaría que su propietaria "está abierta a proposiciones"; hablamos de nuevos proyectos cinematográficos, claro. 


 


 

Nos damos ahora de boca con uno de los lunares más famosos de la hoguera de las vanidades de finales del siglo XX. Es el puntito de divina melanina que Cindy Crawford luce sobre la comisura siniestra de sus labios. Pues bien, tal "deformidad" cutánea publicaría a los cuatro vientos dieciochescos que su dueña era "coqueta". 


 


 


Cerraré esta media luna, la izquierda del rostro femenino, con Mariah Carey. Su lunar, antípoda del de la Crawford, es de los más fiables, o eso decían. Cuando la doncella de una mundana ilustrada le pegaba allí -bajo la boca- el parchecito de terciopelo, quería dar a entender que su ama era una mujer muy capaz de guardar un secreto.


 


 


 
En la tercera foto, que representa a Mata Hari, ya se ve que no era de fiar porque no tiene ningún topito bajo la boca; pero, si te fijas bien, lleva el lunar asesino en la cuenca del ojo izquierdo.

Remato con un mensaje más de entre los muchos que podían enviar los lunares de pega en una soiré versallesca. Atravieso la barbilla y me paso al lado diestro de la cara. Imagino que la peca de Natalie Portman, como la de todas las mujeres reales que ilustran esta entrada, será natural. Y lo digo porque esa manchita marca el territorio muy a las claras: quiere decir que la dama está casada. En el caso de la Portman, su marido (hasta nueva orden) es el coreógrafo Benjamin Millepied, al que conoció durante el rodaje de Cisne negro.

 
  

Ya se ve que, por mucho que nos quejemos, la frivolidad no la inventaron los creadores de Sálvame, sino que la traemos a cuestas casi desde la caverna, donde ya había peines de hueso; que ya me dirás para qué necesitaba peines un cromañón... Cambiando de tercio, y como conclusión, ¿qué nos enseñarían estos lunares artificiales si quisiéramos escribir nuestra propia novela histórica? Pues que tendríamos que saber tanto de la Historia con H mayúscula -la viruela con sus hitos fundamentales- como de la pequeña -istoria sin H, casi hasta llegar al cotilleo: el idioma galante de los lunares. No te hablo del impepinable requisito de una documentación rigurosa, sino de humildad, de falta de prejuicios y de tener los pies en el suelo. 

Una novela histórica no es un libro de texto con algunos párrafos aventureros o con un lenguaje menos doctoral; una novela histórica nos sube a los palacios y nos baja a las cabañas, nos trae olores, sabores y colores que pueden resultar anecdóticos para un historiador, pero que son vitales para un viajero del tiempo, pues eso es un lector de histórica. 

Un novelista histórico es un contador de historias, de ficciones veraces, no un catedrático que pretende apabullar al lector con una acumulación plúmbea de saberes. Por eso debe ser humilde y realista, porque también ha de "conformarse" con ser un entretenedor. Si me apuras, no es un copista de monasterio medieval, sino alguien más cercano a un juglar callejero.